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Héroes de hoy en día

HAY QUE creer en uno mismo. Mirarse en el espejo y confiar; decirse (incluso en voz alta, incluso cada día) que sí, que puedes, que lo vas a conseguir, que estás en el camino. Así son ahora nuestros ejércitos; perdón, los generales de nuestros ejércitos. Los que están seguros y los que lo cuentan convencidos, los que de si mismos solo tienen certezas. Pocas flautas más hay que tocar para que te sigan.

Elizabeth Holmes tiene 32 años y una historia fantástica, el anhelo de cualquier periodista. Lleva más de una década moldeándola y limpiándola, dejando solo el hueso: el carrerón de una mujer brillante y volcada.

Holmes fundó su empresa, Theranos, con 19 años, después de abandonar la Universidad de Standford sin acabar la carrera de Ingeniería Química. Ya solo con eso, hay mucho de Steve Jobs en este novelón. Además, se vestía siempre igual, con jerseys negros de cuello vuelto; no cogía vacaciones, seguía una dieta rarísima de batidos de verduras... Tenía, uno a uno, todos los tics del fundador de Apple, el número uno del santoral de nuestros días. Hay más. Ambos tiraron de una frase hecha para definir su objetivo vital: «Cambiar el mundo». Jobs, conectando a la gente; Holmes, ayudando a curarles. Está claro quién gana.

Para seguir hay que creer en uno mismo. Pero también dudar

Holmes había ideado la tecnología para hacer un análisis de sangre completo, una batería de tests de decenas y decenas de enfermedades, solo con una gota de sangre extraída de la yema de un dedo. Prometía que sería un sistema muy preciso, muy fiable y muy barato: el sueño de todo gestor sanitario. Sería bueno para los aprensivos que no soportan la visión de su propio ser metido en un tubo, pero cambiaría la vida de muchos pacientes crónicos que tienen que someterse a continuos exámenes y de otros en un estado muy precario para quien una sola extracción ya es mucho pedir. Además, si era tan barato, podría llegar a aquellos que nunca jamás habían tenido acceso a tal cosa. Estaba destinado a copar el mercado, El Mercado.

Después vino el vértigo. En un año, Holmes logró casi siete millones de dólares de inversión. Con 20 años hablaba a gente de la edad de sus padres, o de sus abuelos, de su revolucionario proyecto. Diez años después, había reunido 700 millones. El valor de su empresa se estimaba en 9.000 millones de dólares. Fue elegida por Forbes la mujer que había logrado hacerse multimillonaria más joven. Era el ejemplo más socorrido de la importancia de creer en uno mismo en charlas sobre márketing o autoayuda. Dio cientos de entrevistas y charlas, todo sin explicar realmente cómo funcionaba su tecnología y sin que fuera jamás sometida a una revisión por pares, la piedra angular del método científico. En su empresa, ningún empleado sabía en qué trabajaba el otro. Solo ella sabía de todo. Su comité directivo tenía dos antiguos secretarios de Estado, siendo uno de ellos Kissinger, y ningún conocedor de la Medicina. Se decía que era la junta perfecta para decidir si entrar en Irak, pero no para opinar sobre tecnología sanitaria.

Holmes divide. Nadie se fía de ella a ciegas, pero no la ven un fraude

En 2015, un periodista de The Wall Street Journal empezó a publicar una serie de artículos en los que dejaba claro que Theranos no utilizaba su tecnología para los análisis, que para gran parte de enfermedades tenía que recurrir a la convencional porque la suya no era fiable. En fin, que había que seguir extrayendo varios tubos de sangre intravenosa y no era suficiente la gota del capilar de un dedo. La FDA, organización que es la puerta de entrada a todo medicamento o tecnología sanitaria en Estados Unidos, no aprobó su sistema. Theranos está siendo investigada, a Holmes se le ha prohibido dirigir un laboratorio durante dos años y gran parte de sus inversores se han retirado. Pese a todo, acaba de presentar un dispositivo que dice que es capaz de analizar pequeñas muestras de sangre, fácil y eficazmente, para diez enfermedades, incluido el zika. Si esto no es fe en una misma, no sé qué es.

Holmes es tan abrumadoramente convincente en sus presentaciones, chorrea tanta fe, que deja a periodistas y científicos sin saber qué pensar. Nadie se fía ya a ciegas, pero tampoco la consideran un fraude. Están divididos. Cómo no creer, aunque sea un poco, a alguien que no duda de sí, que en el peor momento de su carrera te trae una cosa nueva como si fuera la primera, a alguien que estando en guerra sigue sacando brillo a la plata cada día, como si solo cenara de gala.

Tan pocos se tomaron en serio en sus comienzos a Marie Curie. Cuando Barry Marshall decía que la úlcera de estómago había sido causada por una bacteria se tronchaban de él. Cuando se contagió y se curó a sí mismo siguieron haciéndolo y aún quedaba alguno en plena carcajada cuando le dieron el Nobel de Medicina. Cuando se trabaja en ese clima de escepticismo tienes claro que solo cuentas algo cuando tienes todas las respuestas. Antes, para qué.

Veo que los héroes de hoy en día, los que cuentan ellos mismos su historia sin esperar a que suceda, no dudan. Me pregunto en bajito, si, pese a tanta autoayuda, no será sanísimo dudar de uno mismo, si para seguir no habrá que creer lo justo, pero también dudar lo suficiente.

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