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Hola, qué tal

BASTABA UN ‘hola, qué tal’. Bastaba porque en realidad no era ‘un hola, qué tal’. Era una declaración de intenciones, una advertencia de para qué estaba allí, tenía algo de lectura del Linkedin y algo de confesión alcohólica, de tanta información que daba. Era un esfuerzo aguardentoso por ligar, una conquista épica a base de modular el tono. Casi nunca funcionaba.

Yo tenía un amigo que desde primero de carrera hizo prácticas en la radio porque, cualquiera se lo hubiera dicho, ese y no otro era su medio. Tenía una voz preciosa, que proyectaba, que levantaba suspiros, que solo te hablaba a ti. Era Joe Cocker dando el informativo, Leonard Cohen tomando Manhattan mientras te contaba lo del Ibex 35, Elvis arrullándote y explicándote a Roldán.

En los bares, se sentaba en la barra y se quejaba de lo suyo sin detenerse, como si su respiración fuese branquial y no interviniese jamás en el habla. De repente, a su espalda, se paraba una chica y, su sensor nucal, un dispositivo sofisticadísimo que nadie nunca ha tenido tan afinado, le ajustaba el tono. Con toda la gravedad posible detenía sus lamentos y le arreaba un ‘hola, qué tal’ capaz de hacer temblar rodillas. Era fascinante de observar. Sistemáticamente, en la chica se producía un segundo de ilusión, un brillo de ojos, la curva leve de una comisura. Realmente, era un ‘hola, qué tal’ grandioso. Para cuando la mirada había acompañado al oído ya todo había desaparecido: mi amigo era bastante gris. No feo, no. Simplemente su físico no estaba a la altura de las expectativas que creaba su voz: sonaba a gladiador pero lucía oficinista.

La vida, justo la vida, era eso que transcurría ante mí, cinco o seis veces cada noche de viernes y sábado. Y yo, joven y espesa, pensando que era una anécdota.

Esta semana el vídeo del profesor Kelly me ha traído de vuelta ese aprendizaje tardío. Lo he visto en bucle: su hija que entra en la habitación bailando, como si empezase el fin de semana; su hermano, en una coreografía perfecta, que se presenta como un Casper enano que llega flotando al lugar donde está la acción y, finalmente, el apuro de su mujer, arrastrando a los dos dobladísima, en un vano intento de permanecer fuera de plano. Al día siguiente ya estaba el hombre, que debe de llevar años y años estudiando los entresijos de ese país complejo y de idioma infernal que es Corea del Sur, diciendo que sabía cuál iba a ser el titular de su necrológica.

El resumen es este: va la vida y se empeña en filtrarse, en dejarse ver en todo su cotidiano esplendor. Como los minuciosos untando de mantequilla la tostada, lo impregna todo. A la normalidad no le importan tus diez minutos de entrevista con la BBC que pueden dar a conocer tanta de tu dedicación académica, ni tu voz de Sinatra cuando derramas ‘holaquetales’ sobre las mozas. Es el pueblo más conquistador que hay, llena todos tus espacios. Se derrama siempre.

Cómo no verlo mil veces. He tenido amigos dictando crónicas sesudas mientras controlaban una paella para diez, los hay que han cerrado contratos ilusionantes trajeados en el tren superior y empijamados en el inferior, mientras sus hijos en el baño tiraban su móvil al retrete. Al fondo de sus videoconferencias siempre se escuchaba el grito de alguien descubriendo la hazaña infantil.

Yo misma he escrito sobre las relaciones entre Rusia y China para un periódico que siempre me llamaba de madrugada porque solo conocía un huso horario: el suyo. A las tres de la mañana el jefe me preguntaba si era mal momento y yo, con las mejillas cruzadas de surcos de la almohada, decía que en absoluto, como si hubiera estado horas mirando fijamente al teléfono, concentrada para hacerlo sonar, lista para charlar sobre Putin desde la residencia universitaria más cutre en la que una almohada ha marcado mi cara jamás.

El de la radio acabó emparejado con alguien que se percató después de conocerle de que tenía una voz preciosa. No es que tenga una voz preciosa, es que "además" tiene una voz preciosa.

¿No es fantástico que la vida, la vida normal que es lo que es la vida, siempre aparezca, que se empeñe en dejarse ver?

Mi amiga Maite, para quien lo del vídeo de Kelly es casi rutina, se puso existencial esta semana. Me mandó un mensaje: "Al final, te das cuenta de que todos nos tiramos el moco, pero en realidad estamos trabajando en nuestros cuartuchos, ¿sí o no?".

Sí, le respondí. Y tanto, le dije. Se lo hubiera gritado arrebatada, porque a mí esos contagios me chiflan. Hubiera llamado a mi amigo para que se lo locutase como se merecía, para que le dijese que sí con la feliz coincidencia de su voz de dios griego y su cara gris.

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