Blog | El portalón

Instrucciones para un piropo

Buscamos la alabanza ajena sabiendo que no nos va a saciar

Lo veo en algunas personas en las que me fijo por interés profesional, a las que sigo con ese cariño infundado que, efectivamente, hace el roce, pero el roce lejano y extrínseco, el roce unilateral, el mero roce con su trabajo y sus publicaciones en redes sociales; o sea, espejismos. A veces me tengo que decir en bajito “no conoces a esta persona” “no conoces a esta persona” para no caer en las tentaciones de la familiaridad y la ansución.

Esas son personas que reclaman su espacio y que están seguras de su valía, que te lo dicen y te lo muestran. Son también capaces de exponer su vulnerabilidad, de hablar abiertamente de sus inseguridades, lo que tiene algo de privilegio. Es una cosa rarísima lo de la inseguridad. Solo si la tienes perfectamente identificada y estás ya pelín orientada a superarla (quizás aún lejísimos, pero definitivamente en el camino) puedes hablar de ella. Si te abruma de verdad, si te supera ella a ti, cómo hacerlo.

Estas personas hablan de tal o cual cosa que les llena de dudas y no es lo que dicen, es cómo lo dicen. No es compartir una debilidad sino dar instrucciones para un piropo. Si nos cuentas que te ves vieja y ajada y eso te amarga un poco y acompañas esas palabras con un selfie en el que se puede comprobar que no estás vieja y ajada, ¿es eso mostrar tu ceguera a la hora de juzgar tu propia imagen, distorsionada por las inseguridades? ¿o es pulsarnos a todos el resorte exacto para que te digamos que, de eso nada, que estás fantástica, mejor que nunca? ¿o es las dos cosas y yo, con mi empanamiento, no me entero de nada?

Si pienso eso es porque yo ese camino lo recorro de vez en cuando y me desprecio por hacerlo. No en público, pero desde luego en privado. Algo mío (tantas cosas) no me acaba de convencer y busco quien me diga que me equivoco. A veces la gente se resiste, se revuelven, tiran por otro sitio. Incluso amigos, porque la comunicación está tan llena de capas ocultadoras de mis verdaderas intenciones que parece que estamos teniendo una conversación más profunda y no la terrible simpleza de lo que ocurre. Y lo que ocurre es que estoy mendigando una alabanza. Dudo de si tal cosa me ha salido bien. Solo quiero que me digas que me ha salido bien. Como es un poco infantil pedirlo abiertamente hago eso más pueril aún de intentar llevarte al punto en el que se te caiga de la boca y, si no sucede, si las cosas me salen mal, te voy a guardar un rencor sordo e imperceptible que me pesará en el alma horas, incluso días, que masticaré como un agravio. Lo proyecto en ti pero sé que solo es mío.

Somos tan fallidas las personas, tan poca cosa. Tenemos aspiraciones tan contradictorias y nos mentimos tanto. No hay que darle importancia a lo que los demás piensen sobre una, nos dicen y nos decimos. Pero no sé si es realmente validez externa lo que buscamos cuando, en realidad, nada de eso nos sacia. Arrancamos un piropo aquí y otro allí; quienes lo hacen en las redes concentran cientos o miles en su pantalla y enseguida empezamos a restarles importancia, no nos satisfacen o solo unos minutos. Las dudas regresan intactas, cómo no iba a ser así si, en realidad, solo nos importa de verdad lo que pensamos nosotros mismos y no podemos pastorearnos el pensamiento como ansiamos hacer con el de los demás.

Recuerdo a menudo, entre enternecida y carcajeante, las escenas de ‘Girls’ en las que el personaje de Hannah trataba de convencerse a sí misma de cosas, de darse ánimos, de pulirse las inseguridades hablándose ante el espejo. “El mero hecho de vivir en Nueva York ya te convierte en una persona interesante”, se decía. De verdad, cómo somos.

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