Blog | El portalón

La españolidad

Nada hay más propio que creer que corruptos solo pueden ser los otros

LA ESPAÑOLIDAD siempre me sorprende, muchas veces para mal. La reconozco a trompicones: ráfaga aquí, ráfaga allí, como si existiera solo a poquitos. Quejarse en el avión de que se lleva una semana sin jamón, agradeciendo a Dios regresar a casa para corregir esa carencia; hablar a gritos porque ya no se conoce otro tono, fumar bajo los carteles de prohibido, dejar atrás basura ignorando los cubos a un metro, decir piel de toro, decir como en España no se come en ningún sitio; despreciar lo culto, lo intelectual, como si todo se hiciera con el objetivo difuso de ir de guay.

En contadas ocasiones, llega una noticia tan rotundamente española, con tanta concentración de españolidad densa, que es como si nos sumergieran en un lago viscoso de olés, en una niebla cerrada de humo de farias. Esta semana nos ha traído una: la de la trabajadora del servicio de limpieza de la Universidad de Sevilla que ha enchufado a 22 familiares. Veintidós. Lo escribo porque me ayuda a asumir la envergadura de su servicio de colocación. Y del tamaño de su familia.

Hay algo universal en buscar trabajo a los tuyos, aunque sea en cargos inexistentes como el de Penélope Fillon, pese a lo cual esta noticia es puramente autóctona. Si la retorcieras para escurrirla gotearía rojigualda. Y no solo eso, tiene ambición, tiene recorrido, un impresionante crescendo de jeta española, de la cara más dura que nunca haya visto el refranero. Está construida con los andamios con los que se levanta la tensión dramática.+


Su acuerdo con la empresa le permite contratar a quien le da "la gana" y que cuando se necesita personal ella misma habla con la firma porque "les hace falta a las criaturas"


Empezamos sabiendo que algunos de sus enchufados son familiares de primer grado, otros de segundo, pero también los hay de cercanías, de las hijuelas de su existencia: la suegra de la hermana, una vecina... Como a un repostero avezado, tampoco a ella le llegaba una sola capa, había que llegar a la segunda y a la tercera. Se empieza por la base del bizocho y se acaba en pastel de boda.

Llega después el gerente de la Universidad, con la defensa del apampamiento. Reconoce que hace cuatro años se repartieron pasquines advirtiendo del abuso y que, cuando preguntó, le dijeron que eran "unos cuantos familiares". Eso hizo entonces: preguntar y asumir como buena la respuesta que alguien le da. Ahora admite que se está "indignando al conocer el número" y que no le parece "éticamente correcto". Ese enfado en diferido, la ofensa que se ignora durante años, décadas, y que se sufre siempre tarde, solo cuando alguien te dirige la cabeza con una mano en cada sien para que mires al fin en la dirección que toca, es otro clásico nacional.

La noticia va así inflándose como un merengue, aumentando en cada párrafo, viniéndose arriba. Todo ayuda pero es verdad que lo genuinamente español es su epatante final, una caída del telón casi aflamencada, como detener un zapateado después de minutos de aceleramiento, cuando solo se oye ya una respiración y solo se ve el polvo posándose. Dice María Luisa Díaz, la enchufadora, que todo el mundo conoce su caso porque lleva desde 1987 en la Universidad, que no es la única que tiene a familiares trabajando en ella, que su acuerdo con la empresa le permite contratar a quien le da "la gana" y que cuando se necesita personal ella misma habla con la firma porque "les hace falta a las criaturas". Que no ve dónde está el problema, que si va a resultar ahora que su familia no tiene derecho "a trabajar en la empresa privada".

Justificar lo que se hace con los argumentos de que es sabido por todos, que los demás también lo hacen, que se lo dejan hacer y que, incluso, es un favor, una delicadeza hacia los mismos que debieran impedírselo es el colmo de la españolidad, no se puede negar. Ahí sí que suenan pasodobles y grita la gente desde los balcones. Hasta suena un chimpún: María Luisa no solo no se avergüenza sino que está orgullosa, cree que la gente no desprecia su actitud sino que la envidia. No hay forma humana de hacer entrar en esa cabeza que está en un error.

Aunque llevamos encima mil discursos sobre nuestra tendencia innata a la picaresca, sobre la pillería española a la hora de buscarse la vida y buscársela a otros, sobre cómo si algo es legal, se puede hacer y punto porque si no lo haces tú lo hará otro, porque los chollos siempre se aprovechan y porque el que prescinde de hacerlo por prurito moral es un alelado, el redactor de esa notica aún se ve impelido a explicárnoslo mejor y recurre a una profesora universitaria que nos traduce el mensaje de Díaz. "Ella no ve lo que ha hecho mal. Es una ceguera por ese beneficio porque cuando es ella no lo ve corrupto", dice.

Ahí está, justo ahí, un destilado purísimo de españolidad, más del terruño que el sol y sombra: la firme creencia de que corruptos solo pueden ser los otros.

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