Blog | El portalón

La grieta

En un mundo tambaleante debería exigírsenos a los sanos la ligereza

POCAS COSAS he mirado más durante este confinamiento que la grieta de la pared de mi habitación. Mirado, tocado y fotografiado. Razonado con amigos sobre las posibilidades reales de que se me abra la pared en dos y me trague: 95% para mí al acabar una jornada de trabajo especialmente, bueno, trabajosa; y 0,001% para ellos al recibir con los ojos en blanco una nueva mención a su existencia durante una videoconferencia. Busco en mis conversaciones de whatsapp la palabra grieta y me avergüenzo del resultado. No he racaneado información sobre ella a nadie, he corrido la voz como un testigo de Jehová puerta a puerta, machaconamente proselitista.

Ilustración del blog de María Piñeiro. MARUXALa grieta concentra, está claro, mis preocupaciones. En un mundo tambaleante, con tantos sufriendo tantísimo, me da por dedicarme a a algo así y entregarme toda. Solo he conseguido salir de ese bucle absurdo —que eso es lo peor, la tontería, razonar con una misma y saber que es una chorrada— con algo que considero, esto sí, de vital importancia: la ligereza.

La ligereza, que quede claro, es patrimonio de los privilegiados. Se debe estar vivo para poder ejercerla. Hay pocos, por no decir ninguno, que pueda practicarla en el culmen de una verdadera tragedia. Al resto -los sanos y con seres queridos sanos, para quienes no es el Banco de Alimentos o nada, los que aún tendremos oportunidades- debería exigírsenos. La ligereza consiste en dar importancia a cosas que no la tienen, pero que te apuntalan la existencia. Son como andamios para la vida feliz y desacomplejada. Es, en resumen, no tomarse demasiado en serio a una misma.

Como creo que se practica por imitación me he lanzado a dos ejercicios postgrieta: ver películas antiguas y leer sobre excéntricos ingleses. De lo primero, me gusta la compostura, la belleza y el estilazo. Por ejemplo, como media humanidad, he vuelvo a ver ‘La ventana indiscreta’ y a recrearme en los detalles. Aquí algunas verdades que nadie me podrá discutir: James Stewart tiene una cualidad cutánea un poco Trump; o sea, está naranja y Grace Kelly lleva unos vestidos imposibles para ‘venir de trabajar aunque trabaje en una tienda de ropa. Qué maravilla todo, especialmente el maletín que ella se lleva a casa de Stewart para pasar la noche, con unas pantuflas y un camisón confeccionado con dos kilómetros de organza.

De ese camisón me fui al que lleva Barbara Stanwyck en ‘Voces de muerte’. Se pasa media película en la cama, agobiadísima, llamando y recibiendo llamadas, convencida de que la van a matar. Pero se atusa el pelo, se pasa la mano por las mangas y el corpiño para recolocarse y queda claro que la ropa con la que duerme es lo más parecido a un traje de noche que tú hayas visto. Es decir, que sufres por ella, pero te reconforta el modelón, la verdad.

Lo de los excéntricos ingleses, y las excentricidades de los ingleses que no es lo mismo, supone una devoción bien trabajada desde antes de la adolescencia, son mi religión. Pocas cosas me hacen sentir más que el mundo está en orden que saber de sus costumbres y manías, desde Churchill desayunando un bistec hasta Jessica Mitford abriendo en la infancia una cuenta ahorro para escaparse de casa. Me regodeo en los detalles y ahora busco como una loca todos a los que se entregaron durante los años del Blitz, los bombardeos alemanes. Mira tú que original como si no hubiera ya maravillado a Camba y a Assía que siguieran sacando la porcelana fina para cenar, pintándose los labios, y cambiando leche en polvo por medias entre la destrucción.

El otro día leí en un periódico británico un extracto mínimo de unos diarios de la época fantásticamente titulados ‘Pocos huevos y ninguna naranja’ que decía: "Brixton está tan dañado que las autoridades han dicho a la gente que, si tienen una cocina, vivan en ella y den gracias". Acto seguido, abandoné la habitación de la grieta y me fui a hacer la comida. No debo exagerar. Tengo una cocina. Gracias.