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La vida adulta

María Piñeiro - El Portalón (27.02.21)ESTA SEMANA me puse melodramática, que es algo que practico de vez en cuando. Estaba en la cola de una administración para hacer lo de las gestiones, papeleos o trámites. No hay palabra buena que refleje el tostón que supone así que pongo tres, todas horribles. En una mano llevaba la esquinita de un sobre con un código anotado para certificar que, efectivamente, aquella era mi hora y en la otra el DNI para certificar que, efectivamente, yo era yo. Ahora las cosas van así: pides cita previa, te parece un gesto civilizadísimo el de presentarte donde te esperan, pero enseguida te percatas de que la verdadera civilización consiste en que sigas esperando tú.

Me dio por pensar que la vida adulta era eso, justo aquello. Hacer papeleos, enfurruñarte en la cola pero saludar con un "buenos días" en cuanto te toca el turno, automáticamente olvidado el ultraje de esperar. También cambiar pilas y comprar bombillas de repuesto; dedicar minutos, incluso decenas de ellos, a pensar en zócalos hasta, agárrate, tener una opinión. Mirar la caducidad de las legumbres, contestar que sí a los "parece que refresca"; dejar a los niños presentes, sean de tu sangre o de la sangre de otros a quienes quieres, el mejor trozo de carne. Leer la composición de aquel abrigo, que la conveniencia sea un criterio, luchar con uñas y dientes por no convertirte en una auténtica plasta que solo repite lugares comunes, ese chándal de la conversación. También es vida adulta justificar a los jóvenes, maravillarte con ellos, hartarte de ellos, temerlos un poco.

Pero encuentro que lo más adulto de todo es callarse. Decir lo contrario de lo que quieres decir o, lo que es peor, algo solo parecido. Bordearlo y así traicionar definitivamente el deseo de tu interior, que guardas cada vez más al fondo, como una piedra preciosa en un pasillo de la mina al que nadie llega. Ni tú, por lo visto.

En ese vestíbulo administrativo, pintado de un verde menta tremendamente administrativo, recordé cuando hablamos, tú y yo, hace poco y quién sabe qué nos dijimos. Pues lo de siempre, lo de tantas otras veces, aquel libro, esta noticia, la fatiga pandémica y los insomnios. En fin, qué nos parecen las cosas que pasan, que generalmente es mal. Nos suelen parecer mal porque somos más de criticar que de alabar, pero cuando alabamos qué generosidad la nuestra y qué despliegue de adjetivos hiperbólicos.

Gran libro, aquel día fantástico, un tipo brillante... esa es la corriente que fluye bien visible, a la vista de todos. Por debajo, la otra. La que no se dice o más bien la que ya no se dice.

No decir, no decirte, es un aprendizaje. No siempre sale. Al principio se acelera el corazón solo de puras ganas, de una ilusión anticipatoria, aún sabiendo que se callará. Después no. Se practica y se practica y, al final, podría pasar un polígrafo de la CIA hablando contigo, impasible, sobre aquel libro, esta noticia, la fatiga pandémica y los insomnios. Mientras, en el subsuelo corre limpio y burbujeante, vivo, el arroyo de todas esas conversaciones no tenidas. Pronto, un océano.

Supongo que es todo lo mismo, que no gritar a todo pulmón en el vestíbulo administrativo verde menta y no decirte son la misma cosa. Pastoreo la conversación solo para salir de ella indemne y así, más adelante, tener otra parecida en la que volver a hacer lo mismo. Contigo callo para seguir callando y a los funcionarios les digo "buenos días" para acceder a un suministro básico. En resumen, que ser adulto es llegar a la conclusión de que, puestos a traicionar a alguien, mejor a ti mismo, que ya lo arreglaréis después tú y tú en confianza.

Esta semana el melodrama acabó a la fuerza cuando, desde la ventanilla, el hombre levantó un dedo en mi dirección, doscientas horas después de que hubiese llegado. "Buenos días", dije, dispuestísima a olvidar la espera, adulta plena.

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