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La vida moderna

Conviene ejercitar la capacidad crítica, que nunca deja de ser actual

LA VIDA moderna es una constante decepción. Qué poco nos duran en ella las certezas.

Una de las grandes milongas de estos tiempos, una mentira de esas que enseguida reconoces, es la de la multitarea: esa supuesta capacidad de hacer varias cosas a la vez y llevarlas a término para, justo después, empezar a hacer otras cuantas; ese trocear nuestra concentración en varias actividades; esa vida que en su forma más simple consiste en hacerse la manicura mientras preparas una sopa y ves una serie y, en la más compleja, hacer una operación a corazón abierto mientras redactas mentalmente un artículo para Nature y elaboras un calendario de entregas y recogidas en las actividades extraescolares de tus cuatro hijos.

Por algún motivo, la capacidad para esa concentración fragmentada se nos atribuye más a las mujeres, como si fuera una especie de virtud selectiva que se reparte según el sexo, cuando ni siquiera es virtud sino agobio. Y necesidad. Tu mente quiere abandonar la sobrealerta, quiere recrearse en algo o vagabundear, pero realmente tiene que dividirse entre varias cosas que ocurren simultáneamente. La vida se empeña en no parar.


Una de las grandes milongas de estos tiempos es la multitarea


A los hombres les endosan la de compartimentar. Esas mentes dedicadas a una sola cosa, que son impermeables a otras áreas de la existencia. Cada cosa a su tiempo, la unitarea. Eso es, por ejemplo, lo que permitió que Woody Allen acabara de rodar y montar una película mientras el mundo se enteraba de que tenía relaciones con la hija adoptiva de su mujer. Todo el equipo que trabaja con él película tras película, incluida su hermana que es su productora, le define como un asombroso compartimentador: el mundo se desmorona y él, a lo suyo en cada momento.

Yo no creo en la multitarea como virtud y ya hace mucho que no soy la única. La concentración dedicada, el foco en un punto, la capacidad de llevar a cabo una tarea de principio a fin sin mil digresiones es a lo que aspiro y es lo que esta vida moderna necesita, que se completen ciclos.

Otra cosa que la actualidad ha encumbrado y ya empieza a desechar es esa obsesión por la tecnología como solución definitiva. Su mera presencia, quiero decir, más que el uso y potencialidad. Los políticos anuncian portátiles e Ipads para los colegios como si irradiaran ciencia infusa (los Ipads y los políticos) y, en lugares donde llevan años usándose, como los campus americanos, empiezan a prohibir su uso. No solo es que distraiga el Facebook, distrae la mera pantalla, la forma en la que se interpone entre profesor y alumno, la posibilidad que ofrece de teclear apuntes sin escuchar, que también la incluye el boli y el papel, pero de otra manera. Menos.

Aunque hay debates sobre si los niños que manejan pantallas desde su infancia sufrirán de esta dispersión al interactuar con ellas o eso solo nos está reservado a los que las incorporamos después de aprender de otra manera, parece que la vida moderna nos reduce a todos el período de concentración. La practicamos a cachitos, casi por parpadeos y ejercitarla durante un plazo más largo requiere un verdadero esfuerzo, cada vez mayor.

Las dobleces de todos esos nuevos usos y costumbres son tantas y tan impredecibles, se nos van las cosas tan rápido de las manos y tan a lo grande que es como si no viniéramos equipados para reaccionar. Nos apresuramos a dar la bienvenida a las novedades, a las posibilidades de un adelanto, nos ciega su brillo, la forma nueva de ver las cosas y nos cuesta ver (y prever) su reverso.

Piensen en Rubí, la joven mexicana cuyo padre decidió eludir la publicación de anuncios locales y hacer un vídeo de invitación a la fiesta de quinceañera de su hija por Youtube. En un pequeño pueblo en el que se convoca a la comunidad, acabaron aceptando la invitación más de un millón de personas y acudiendo físicamente decenas de miles. Es la viralidad. Todo el mundo vio imágenes de la fiesta, las compañías aéreas ofrecieron promociones para viajar al lugar y los alcaldes de la zona anunciaron mejoras de infraestructuras coincidiendo con la celebración. El hombre no daba crédito. La fiesta en un lugar minúsculo adquirió las dimensiones de un megaconcierto de Beyoncé.

No es este un artículo nostálgico, de los de cualquier tiempo pasado fue mejor. Es solo una reflexión sobre nuestra tendencia al encantamiento, sobre cómo aceptamos las cosas por nuevas incluso cuando sabemos en nuestro fuero interno, y muchas veces a través de nuestra propia práctica, que no funcionan, o no tanto. Es solo una llamada a mantener alerta la capacidad crítica, algo que siempre será moderno.

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