Blog | El portalón

Lo del turismo

Puede que nos estemos moviendo demasiado, ocupando demasiado espacio de vecinos que quieren hacer su vida de siempre

VEO EN las calles del centro a un grupo de jubilados japoneses mirando con concentración un cartel que numera los cubos de la muralla. El guía señala un punto con el paraguas y todos asienten. Se oye un murmullo como de arroyo. Como un único ser, se colocan en formación en la esquina sombreada y serpentean, sin salirse del límite, hacia ese destino acordado.

Son todos delgados y silenciosos, tanto que parecen enfadados entre si o simplemente ignorantes de que, en realidad, han venido con un grupo. Pero sí se hablan unos a otros, solo que al volumen exacto al que nosotros hablaríamos a un recién nacido para pedirle que se durmiera. Dentro de una ciudad se pierden sus murmullos, se deshacen incluso en una vacía en verano. Pasan como un sombra.

Los directores de hoteles, los guías, los agentes de viajes...todos coinciden en que el japonés es el turista ideal. Gasta dinero y ese punto es fundamental, claro, porque qué es el turismo sino consumo. Pero también es discreto, quiere ver cultura y no discute las costumbres. No refunfuña si en Italia se tiene que cubrir los hombros para entrar en una iglesia, probablemente los lleve ya cubiertos; no destruye el patrimonio para llevarse un pedrusco en el bolsillo. Viene informado de qué cosa es de cada sitio, lo que no deja de ser llamativo si se tiene en cuenta que sus vacaciones son la mínima expresión y pliega en ellas unos cuantos países. No sale para ver uno solo.


Está el ansia de moverse, de querer ir y verlo, de ser tú el que estés ahí contemplando ese lugar, pisando esa tierra, respirando ese aire 


Ahora que ya no hay viajeros, solo turistas y demasiados, pienso a veces si no debiéramos quedarnos en casa, donde sabemos cómo se recicla y se recoge la basura. Dejar de salir al mundo y no ocupar con nuestros centímetros cúbicos de carne el espacio modesto que necesitan los vecinos de ese lugar para vivir su vida de siempre en el centro de Barcelona, en Santorini, en las playas tailandesas.

No sé si nos estaremos moviendo demasiado, haciéndonos demasiadas fotos, extendiendo demasiado los palos del selfie, precipitándonos después por demasiados barrancos por hacernos selfies extremos, dejando demasiadas botellas de agua vacías en desiertos y en calas presuntamente salvajes que, sin embargo, tienen papeleras; conectándonos a demasiadas wifis desde metros extranjeros y templos de confesiones que no entendemos.

Puede que estemos pronunciando demasiado las frases "como el jamón y la tortilla no hay nada" y "echo de menos mi cama"; deseando demasiado que no haya más gente que nosotros en los sitios, la plaga de los otros, pero al mismo tiempo exigiendo demasiado que haya servicio de lavandería; asumiendo demasiado que esa interacción de segundos con una mujer de aspecto exótico equivale a "relacionarse con los locales", respirando demasiado ante cuadros a los que sienta mal nuestro aliento.

Pero después está ese mundo tentador. Esas existencias lejanas, remotísimas, que resultan ser como las nuestras, parece increíble. Compartir anhelos sigue siendo uno de los milagros de ser humano.

Está el ansia de moverse, de querer ir y verlo, de ser tú el que estés ahí contemplando ese lugar, pisando esa tierra, respirando ese aire que huele diferente al de tu ciudad, que parece capaz de cambiarte la composición química de raro que te resulta.

Y las minucias. Los detalles. Las tonterías. Las mejores razones para ir a otro sitio. Que cuando han pasado cinco años, diez, no tengas ni idea del nombre de aquel monumento, aquel museo, el paisaje sobrecogedor de tal trayecto. Que cuando alguien te pregunte, desees abrir el Google para poder disimular y no quedar tan mal, tan insensible a la belleza, despectiva de lo importante. Que quieras decir, pero no lo digas, que aún conservas intacto el sabor de un postre; cómo te sentaste en un escalón fresco a descansar y un niño se sentó enseguida a tu lado, contento de que un adulto abriese la veda de aquello que era justo lo que quería hacer; cómo pensaste, desde aquel piso tan alto, que esa ciudad horrenda a ras de suelo era una maravilla, perfecta, desde allí; la manera en la que tomaste una decisión viendo pasar gente en una plaza cualquiera y lo mucho que te está costando mantenerla desde entonces. Pero lo estás haciendo y vuelves a aquella plaza cada vez que lo haces. Cada vez. Menos mal que fuiste, piensas, menos mal.

Y por eso vas.

Aspiras, por lo menos, a la delicadeza japonesa de no dejar tu impronta en cada sitio, a viajar liviano, como una sombra. Y cuando subes las trescientas escaleras de un campanario, de una cúpula, de un templo esculpido en la roca, y ves, refulgente como la letra escarlata, el recuerdo de Manolo, que "estuvo aquí" te ruedan los ojos hasta quedarte en blanco y te vuelves a jurar que tú, no. Tú, nunca.

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