Blog | El portalón

Luchadores son

Se critica el lenguaje que se utiliza para hablar de los pacientes oncológicos cuando a menudo lo eligen ellos mismos

ESTOS SON los tiempos de movimientos pendulares tan rápidos que parecen estremecimientos, en los que se apuesta por una cosa y, casi inmediatamente, por la contraria. Así ando yo también, claro. Hace un par de años escribí un artículo contra la exigencia de la animosidad extrema, la culpabilidad que propicia en los enfermos esa insistencia en el optimismo, como si fuera su obligación estar de buenas y no se les diera permiso para sufrir, para pasarlo mal, para que les duela. Hoy escribo de cómo, ante los que critican que se llame luchadores a los pacientes oncológicos, algunos eligen precisamente ese nombre para sí mismos y yo se lo doy muy convencida. Al final resulta que de lo que hablo es de heterogeneidad y de libertad, de lo diferentes que somos. En el vivir, en el padecer y en el morir.

Se critica el lenguaje que se utiliza para hablar de los pacientes oncológicos cuando a menudo lo eligen ellos mismos



Las críticas al lenguaje que utilizamos los periodistas para hablar del cáncer y de los enfermos de cáncer no son nuevas, pero ahora arrecian. Cuando murió Bimba Bosé no sé cuántos comentarios a la noticia, tuits y mensajes de Facebook leí reclamando que se parara con esa denominación injusta del cáncer como lucha, batalla o guerra, que convierte a los que sobreviven en ganadores y a los que no, en perdedores. Defienden que en una contienda se supone que uno elige sus armas y el resultado depende en gran medida de su dedicación y habilidad: ganar o perder sí puede estar en sus manos. El cáncer -y no es un mal momento para recordarlo habiendo sido el sábado el día dedicado a esta enfermedad- es muy azaroso y los pacientes lo afrontan sin garantías, poco o nada queda a su voluntad. La lucha no es literal, no hay equilibrio en ella, se pasa miedo y son legión los que se sienten terriblemente frustrados precisamente porque nada depende realmente de ellos, no hay forma humana de hacer o dejar de hacer algo que cambie el desarrollo de los acontecimientos más allá de informarse, seguir el tratamiento y esperar. Hay quien lo vive con un enorme grado de aceptación y hay quien lo hace iracundo y desesperado. Hay quien dice que ha tenido consecuencias positivas, que le ha ayudado a reordenar prioridades y a saber con quién contar y con quién no, hay quien se extraña de haber tardado tanto en aprender eso, de cómo pudo rodar vida adelante sin saberlo. Hay también quien dice que ya tenía claras qué cosas merecían la pena y que no encuentra aprendizaje alguno en esa enfermedad, de tratamientos duros y energía bajo mínimos, de hartazgo y de constante sensación de ser el receptor de una tremenda injusticia. Hay también quien pasa de un estado al otro con frecuencia, a veces en el mismo día.

Yo sé todo esto porque muchos me lo han ido contado a lo largo de los años. Pacientes con uno y otro tipo de cáncer, muchos ya curados ahora, otros muertos, otros con nuevos tumores y otros luchando aún con el mismo.

El pasado fin de semana escuché por segunda vez a Jan Geissler hablar de su caso, que es el de un hombre con una forma rara de leucemia que le fue diagnosticada a los 28 años y que ocultó a sus jefes durante ocho. Solo cuando dejó la empresa para dedicarse profesionalmente al asociacionismo de pacientes lo supieron. Toda su vida madura ha sido un paciente oncológico y me sorprendió saber que, cuando lo escuché por primera vez hace dos años, con ese aspecto de manzana reineta, aún no había recibido el alta. No se encuentra incómodo en la etiqueta de luchador.

Junto a él estaba Gilly Spurrier-Bernard, del grupo de pacientes franceses con melanoma, que no tiene cáncer alguno. Es su marido el enfermo de melanoma, pero ella la activista. Los jefes de su marido tampoco saben de la enfermedad de este y es ella la que cuenta cómo él se enfrentó a su diagnóstico: negándose a dejarse ver (mucho menos a dejarse retratar en medio alguno) como una víctima e informándose sin cesar. Tampoco él desprecia el calificativo de luchador.

No me parecen la excepción. Aunque no descarto que sea por influencia de los medios, muchos pacientes describen lo que hacen como luchar y no creo que sea la peor elección de verbo. La vida tiene un componente de lucha, de abrirse camino apretando los dientes, y otro de plácido discurrir, una balsa en una corriente ligera. Con frecuencia es más lo primero que lo segundo y al cáncer le ocurre exactamente lo mismo.

Nadie debiera hacer sentir a otro que ha fracasado por no curarse, como si lo hubiera podido evitar. Pero tampoco hay que elegir por nadie la forma en la que se ve y en la que se quiere mostrar. Si se ve luchador, si se percibe a si mismo guerreando, aunque no conozca a su enemigo ni tenga claro por dónde le va a dar, aunque no elija ni decida, aunque no se cure, aunque no haya épica alguna y sí desesperación porque el propio cuerpo no responde como se quisiera, luchador es. Para mí, lo son.

Comentarios