Blog | El portalón

Os veo

Aprendo de la enfermedad de los libros y, sobre todo, de los pacientes que me hablan de la suya

ALGO QUE me sorprende cada vez que ocurre, y me pasa a menudo, es cuando entrevisto a un paciente y dice de su enfermedad lo de nunca te imaginas que te va a pasar a ti. Me lo dice gente sana también, amigos, que hablan con otra persona y otro tiempo verbal; nunca la primera del singular, nunca el presente.

Yo sí, yo sí me imagino. Hablo con un cardiólogo del infarto y pienso en eso de que "un día te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba para siempre", que escribió Didion en El año del pensamiento mágico después de que su marido muriera a la mesa mientras su hija estaba ingresada en una Uci por complicaciones de una gripe común. Cuánta gente al año solo en esta provincia se sienta a cenar y la vida que conoce acaba para siempre. Mis padres salieron una noche a cenar y la vida de mi familia cambió para siempre.

Ilustración para el blog de María Piñeiro. MXEn una entrevista reciente, Vivian Gornick aclaró que no le parecía ese un libro potente, pero reconocía el tirón que tuvo desde el momento de su publicación. "A los diez minutos, 55.000 viudas se lo habían comprado". Esa es una obra sobre el duelo, sobre todo lo que queda cuando alguien se va y, por encima de todo, sobre la manera en la que se piensa entonces, saltígrada, adelante y atrás, percibiendo señales que solo tienen sentido a posteriori y revisando con nueva luz mil vivencias cotidianas. Tuvo éxito porque, claro, todos somos así. No somos Didion, con su vida cosmopolita y culta, escribiendo guiones para Otto Preminger, viajando a Honolulu y reclamando a las revistas que nos manden a Saigon en cuanto estalla la guerra. Pero sí que somos Didion viendo premonición en la nieve, o en la lluvia o en el sol, o en un tiempo que ni fu ni fa, cuando es el que hace poco antes de que muera alguien a quien queremos. También releemos sus listas a lápiz como si dijeran más de lo que dicen, como si la compra de brécol y cuchillas de afeitar tuviera un significado oculto que ahora se nos descifra solo. Miramos sus fotos y vemos a la misma persona de siempre y a otra enteramente distinta que ya conocemos menos.

Cuando hablo con un enfermo de cáncer pienso en Sontag, otra intelectual estirada, que publicó La enfermedad y sus metáforas después de que le diagnosticaran un cáncer de mama metastásico del que escribió con toda la distancia, tan fría. Pero una cosa es escribir, con intención, y otra vivir, con el azar de una enfermedad así. "Me siento como la guerra de Vietnam. Me están atacando con armas químicas y no me queda otra que aplaudir", dijo sobre la paradoja asquerosa de que el tratamiento te haga sentir tan mal.

Pienso también en Anne Boyer, que no es como las otras porque es intelectual pero no estirada. Ganó en 2020 el Pulitzer con Desmorir.

Mil premios más debería haber ganado por ese ensayo/relato sobre cómo es enfermar sin ahorros, en un país sin sanidad pública, sin dejar de trabajar, siendo madre soltera y temiendo a la vida sin ti. Es Boyer, y todas las personas que alguna vez hablaron conmigo de su enfermedad con sus propias palabras, despojadas de épica y lugares comunes, quienes más me han enseñado sobre el cáncer.

Nunca podré decir que no me imaginaba que me iba a pasar a mí porque sí lo he imaginado. No por empática o sensible —a menudo me esfuerzo por ignorar lo negativo y persevero tan poco— sino solo por un empeño por ver, ver de verdad, lo que tengo delante. Verlo, verlo y volver a verlo y verlo una vez más. Así no hay manera de no contemplar mil vidas, o simplemente mil caminos para una sencilla. En fin, que os veo

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