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Pero moltissimo

Yo también mezclo idiomas y creo que, por hablar español, hablo italiano

ME PUSE A seguir con gran interés el asunto del molto obrigado con el que Sánchez respondió al BNG para comprobar al poco rato que solo se discutía sobre el obrigado. Que si se decía, que si no se decía. Obviamente se dice, así que acabé ignorando las réplicas sobre ese punto por la evidencia que me llevan presentando mis oídos desde hace tiempo. Sin embargo, eché de menos semejante despliegue sobre el molto y comprendí plenamente a Pedro Sánchez. Presidente, yo también. Yo también mezclo idiomas, yo también me vengo arriba con las cortesías en lenguas que no he estudiado y, básicamente, yo también soy de esas personas que cree que, por hablar español, habla italiano. Exacto, yo también lo encuentro facile e divertente.

En mi defensa (poca) debo decir que hice un amago de estudiarlo. Hace años pasé un mes de vacaciones en Sicilia yendo a clase por las mañanas y sintiéndome una reina. Era la única española en el curso de iniciación, lleno de japoneses y suecos, y, cuando se acababa la jornada, en mi cabeza sonaba Conchita Velasco cantando "agradecida y emocionada" como si esa gente estuviera allí solo para oírme chapurrear con grandísimo acento. Molto obrigada, compañeros.

Obrigado

Aquellas eran las nacionalidades más presentes en toda la escuela, lógicamente atraídas por las promesas de un verano mediterráneo, que ese pueblo encapsulaba como pocos. Restos griegos, piedra ocre, suelos de terrazo, agua turquesa, luz amarilla, naranjos reventones dando sombra a las aceras, iglesias de mármol refrescante, menús llenos de los más elaborados carbohidratos y decenas de italianos bien vestidos facendo la passegiata cada tarde al caer el sol. Yo también iba calle arriba y calle abajo a diario mientras me comía un helado, que pedía en un italiano perfecto —las cosas del comer y del beber siempre me preocupo de aprenderlas bien— mientras pensaba en Dumas. El escritor pasó una temporada en Nápoles en la primera mitad del XIX y describió cómo muchas familias de apariencia acomodada vivían en la penuria y no comían nada en todo el día solo para poder tomarse un helado en la terraza del café más elegante a la vista de todos. Yo misma y los napolitanos, sorelle cugini, francamente.

En el aula, mi autoestima parlanchina era tal que hasta me ofrecía voluntaria para las lecturas o para corregir los deberes en público. Después de los dolorosos años de estudio del chino, que pasé contemplando a coreanos pronunciando como si fueran del mismo Pekín y a japoneses escribiendo caracteres con apabullante soltura para corregir los míos, tan infantiles, me parecía justo y necesario que unos cuantos hubieran viajado desde el Sol Naciente para escuchar mi versión del anuncio del capuccino de Nescafé y saber qué pasa quando arrivo a casa.

Comprobé que con ganas y entrega se puede más o menos convencer a un público ignorante de que se está hablando italiano. Japoneses y suecos me miraban con arrobo, mientras mi profesora ponía los ojos en blanco y hacía constar, por enésima vez, que estaba hablando en un español rebozado de lo que yo creía que era un acento italianísimo. Ella lo desmentía y me suplicaba que empezara a usar el diccionario de una vez. Yo asentía, imperturbable, y al día siguiente volvía a hacer lo mismo, movida por una fuerza interna desconocida, una fe inexplicable en mi soltura, que nacía (creo) del mismo recóndito pliegue cerebral en el que Trump encontró la idea de optar a la presidencia de los USA, con la diferencia de que él lo ha logrado y yo sigo creyendo que empezar una frase con eco la italianiza al instante.

Así, queda clara la conveniencia de que nunca jamás me den un premio, homenaje o reconocimiento que deba agradecer en un idioma que no hablo porque si no lo mínimo será reconocerme molto obrigada. Pero moltissimo.

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