Blog | El portalón

Ratas de biblioteca

PASA POCO PERO sigue pasando. Coger un libro de un estante porque sí, un libro que no conoces de nada, de un autor que no conoces de nada o que solo te suena, pero cavas y cavas a dos manos en la tierra blanda de tu memoria y no encuentras de qué. Y lo abres por la primera página y empiezas a leer ahí mismo, de pie, y pasas a decirte a ti misma exclamaciones de reconocimiento, exclamaciones que son de señor mayor que se encuentra a otro señor mayor por la calle: "¡Hombre, hombre" "¡Anda!" "Bueno, bueno, bueno". Pasas la primera página y luego ya viene una especie de entusiasmo teresiano, como unos nervios expectantes: "Ay, Dios".

El arrebatatamiento lector es el único de los enamoramientos del que enseguida se aprende algo


Y te lo llevas, claro. No se van dejando las revelaciones por ahí tiradas. Vives unas horas dentro y, cuando sales, sientes un poco de vacío. No es terrible, más que nada porque en medio de la inmersión ya te has informado de que el autor en cuestión es prolífico y tiene otras piscinas a las que tirarse enseguida, una tras otra, como el nadador de Cheever.


El arrebatatamiento lector es, creo, el único de los enamoramientos del que enseguida se aprende algo. Luego, con el tiempo y el poso y otros amores, la conclusión se amplía, se mejora, se consolida o hasta se descarta y se sustituye por otra. Pero, de inicio, con las manos vacías no te vas.


Yo no entendería casi nada -menos de lo que entiendo ahora, que tampoco es tanto- si no fuera por los libros y tengo claro que el de aprender a leer es uno de los momentos trascendentales de mi vida. Y escribo esto y me suena tan cursi y pedante que hasta me da vergüenza. Pero, sin embargo, es verdad.


Leo porque no veo otra forma de ver qué pasa haciendo cosas completamente contradictorias, no conozco otra manera de ser monja y, a la vez, ama de casa alienada con varios churumbeles y una existencia suburbana y, a la vez, una casamentera lianta de hace 130 años, y a la vez, guardia rojo y a la vez, asesina que huye y, a la vez, aburrida mujer de un médico y amante desganada de otros dos hombres; no sé cómo podría escuchar voces de varios siglos y de todos los países contándome problemas de mi aquí y mi ahora y no entiendo cómo podría ser todo, además, como yo quiera que sea, cómo la imagen que tengo en la cabeza sobre la monja o la casamentera o el gangster es una mezcla exacta, creada exprofeso y en fresco en ese instante, de mi propia imaginación y de la del autor. Y cómo, a cada ocasión, todo cambia, cómo cuando leo algo años después veo otras cosas y entiendo otras cosas y este o aquel personaje es diferente solo porque yo he cambiado algo y el libro ha estado ahí todo el tiempo, cerrado y estático, pero pareciera que se hubiese reescrito a si mismo para que yo encontrase cosas que ni sabía que buscaba cuando volviese a él.


En este Día del Libro, como en todos, se ha vuelto a discutir cómo hacer para que la gente lea, que somos un país poco lector, que los chavales se embrutecen, el sector editorial se va a pique y los académicos de la lengua lloran amargas lágrimas al conocer el contenido de los exámenes de selectividad, escritos como quien manda whatsapps.


Pues no lo tengo claro. Cómo empujar a leer en eternas tardes de verano, en la estrechez de las camas de 0,90 con la ranura delatora bajo la puerta con sus padres gritando para que apaguen la luz, en domingos que parecen durar 48 horas, mareándose en asientos traseros de coches y buses, con el libro bajo los apuntes para dar el cambiazo en cuanto la madre proveedora de la merienda haya cerrado la puerta.


Sin saber cómo hacer exactamente para que se crucen sus caminos, imagino que puede ayudar emparejar bien a los niños con los libros para que salgan entusiastas enamoramientos. Al fin y al cabo, hasta la más pichi piensa en retirarse del ligoteo si de primer novio le toca un cretino integral.

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