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Realidad creativa

No es extraño que el Diccionario Oxford considere posverdad la palabra del año

EN 1797 Napoleón arrancó los 67 metros cuadrados de Las bodas de Caná de una pared de la basílica de San Giorgio La Maggiore en Venecia, se llevó el lienzo a Francia y se lo dio al que entonces era un museo nuevo, el Louvre. Sigue todavía allí, en la misma sala que la Mona Lisa. En 2007 se colgó en la basílica una réplica exacta, escaneada digitalmente e impresa en 3D por una empresa española. En el acto en el que se mostró por primera vez al público, muchos de los presentes lloraron.

La misma empresa, Factum Arte, propiedad del británico Adam Lowe, construyó el facsimil de la tumba de Tuntakamon, un espacio idéntico al original en toda su riqueza y detalle, en sus fallos y rugosidades, abrumadoramente igual incluido «el polvo reconstruido digitalmente». El lugar durará eternamente porque, al contrario que a la auténtica, no le afectan las visitas, con sus fotos y vídeos, con sus toqueteos prohibidos, con sus alientos. Lowe regaló a Egipto la réplica y el Gobierno tiene ahora sus derechos para que no se pueda reproducir en ningún otro lugar, para que tengas que ir allí, al Valle de los Reyes, a unos metros de la original a visitarla. Cuando la verdadera no resista más que andemos respirando su aire, será esa la única que veamos, la que nos deje estupefactos, la que guardemos en el recuerdo quizás para toda la vida, como pasa en Altamira.

No me extraña que el diccionario Oxford haya elegido posverdad como la palabra del año. Llevamos años caminando hacia este terreno incierto, no desde el Brexit, desde luego no desde Trump. Se supone que es la escasa influencia de los hechos objetivos en la formación de la opinión pública, en favor de la emoción y la percepción particular. Las mentiras que contaron los que defendían la marcha del Reino Unido de la UE siguen creyéndose después no solo de que se demostrase que son mentiras, sino de que los que las dijeron lo admitieran. O se asume que son mentiras pero no tiene importancia porque se sienten como verdades. Les parece cierto que la UE les roba, que le paga a los países pobres su sanidad y a ellos nadie les ayuda, que llegan cientos de inmigrantes cada día, que les roban el trabajo, que ese país es ya de ellos y no suyo, no de los de siempre.

Lo mismo ocurre con Trump, con todo. Hay quien sigue creyendo que Obama nació en Kenia, que Cameron se hizo unas fotos con el pene dentro de la boca de un cerdo como rito de iniciación universitario, que existe el vídeo de Ricky Martin, el perro y la mermelada. Hay quien cree que el Holocausto no existió, que Hitler vive en Argentina y Elvis y Jim Morrison en Hawai, que la homeopatía cura cosas.

Además de la noticia de la radical vigencia de la posverdad, esta semana me trajo un ejemplo de justo lo contrario, una especie de preverdad. Francis Ford Coppola acaba de publicar en Estados Unidos un libro que reproduce el cuaderno con el que preparó El padrino y lo está promocionando, contando cómo algún capo acudió a visitarle para charlar de la película y él jamás recibió a ninguno. Mario Puzo, el autor del libro que adaptó al cine, le había advertido que no debía relacionarse con ellos por mucho que le adularan. Y lo hicieron. De hecho, se supone que adquirieron muchos de los tics que Coppola les atribuyó. Había cosas que eran verdad de los mafiosos italoamericanos y aparecen reflejadas en la trilogía y muchas otras que empezaron a serlo después de ella, saltando de la ficción a la realidad. Sin pretenderlo, Coppola cargó siempre con el sambenito de dar a la mafia una pátina de sofisticación, una tradición, una forma de hacer las cosas. Les enseñó a ser mafiosos de verdad.

Que la verdad cambia es una enseñanza temprana, al igual que el hecho de que no siempre es binaria, pero cómo ignorar su existencia. Cómo hacer para, desde dentro de la réplica de la tumba de Tutankamon, tan majestuosa e impresionante, tan perfecta, tan idéntica hasta la exasperación, olvidar que la auténtica es otra, que está muy cerca, pero no es esa. Cómo hacer para llorar ante una pintura que no está ahí y cómo dejar que sea un chaval de 29 años el que enseñe cómo es el crimen organizado a quienes viven de él. Sabiendo que hay verdad en algún sitio, cómo no querer conocerla. Cómo conformarse con esta realidad creativa en la que andamos.

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