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Recién operada

'La ciudad de los vivos' habla de la distancia con las acciones propias y del narcisismo radical

LO QUE IMAGINO cuando alguien dice que un libro le ha cambiado, lo que me ocurre cuando yo misma lo pienso de uno, es que, a medida que lo vas leyendo, te provoca una efervescencia de pensamiento, te pone delante tantos hilos de los que tirar que, cuando lo dejas (porque la vida sigue, no por voluntad), tienes que pasar un rato poniéndote orden –ahora pienso esto y después pienso lo otro– porque si no se te enmarañan las ideas, se te quedan ovilladas y deshaz tú esos entuertos. También contemplo un cambio molecular, que me haya trastocado las células, modificado la composición y ahora soy más así o asá y, por tanto, capaz de concebir cosas que antes no estimaba. O puede que sea una operación oftalmológica, una cirugía de cataratas (como dijo Zanón de Janet Malcolm), y tras ella no es que vea cosas que antes no veía, es que al fin distingo lo que tengo delante. El pasado fin de semana leí La ciudad de los vivos de Nichola Lagoia y así estoy, recién operada.

Es la historia de un suceso que dejó estupefacta a Italia: dos jóvenes de veintimuchos, de buena familia, encocados hasta las trancas, que matan a martillazos y puñaladas a otro de veintipoco, de familia obrera, al que apenas conocían y sin motivo. Ellos mismos no se lo explican y uno pide a la policía que vale, que lo detengan, pero que por lo menos le cuenten qué ha pasado porque no tiene ni idea.

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Es muy difícil detectar qué hace a un libro subyugante, especialmente a un libro así porque no es el morbo, ni el minucioso trabajo de documentación de Lagoia que a punto estuvo de tragárselo a él por rozar el error de no saber cuándo parar. Tampoco, creo yo, por su certera mirada sobre Roma, una ciudad que es paisaje y personaje y de la que describe con maestría el hartazgo y atracción simultánea que ejerce, así como la certeza de que uno solo es un minúsculo punto es su eterna historia de caídas y subidas.

Creo que aquí, ante lo que uno se rinde, es la exposición, en todo su esplendor, de dos fenómenos muy de este siglo XXI, relacionados entre sí y que todo lo tocan, pegajosos: la distancia con las propias acciones y el narcisismo radical.

Marco y Manuel, los asesinos, admiten lo que han hecho pero no su responsabilidad en lo que han hecho, como si la voluntad hubiera partido de otro y no de ellos, meros instrumentos. La culpa siempre está en un lugar distinto: el padre desapegado, en un caso; la identidad elusiva, en otro. Contemplan lo ocurrido desde fuera y a veces casi con la misma estupefacción que los demás, no entienden nada, como si tuvieran derecho a sorprenderse del horror de la misma manera que alguien ajeno a aquello.

Les cuesta asumir que por sus acciones alguien ha perdido la vida y ese alguien, desde luego, no les importa nada, no era nadie. La víctima no aparece en sus pensamientos, sus cabezas anticipan cómo les va a afectar el asesinato desde el mismo momento en el que se produce pero no cómo la ausencia de Luca impactará en su familia y amigos. Es una ceguera terrorífica.

Hay un veterano policía que expresa algo que todo el mundo está pensando: cuánto le cuesta entender la desesperación de chicos aparentemente normales, con familias estructuradas y bien surtidos en lo material pero aún así muy desesperanzados, con una preocupación paroxística por el juicio ajeno y absoluta incapacidad para verse a sí mismos con realismo.

Observo en muchos esa desconexión entre acto y consecuencia. En jóvenes perdidos y en adultos plenamente funcionales que mandan muchísimo, en tantos. Hay un desapego universal que nos impide responsabilizarnos de forma plena y consciente de aquello de lo que hemos tenido la culpa y una creatividad de las excusas, una elaboración sofisticada que hacemos para los demás, pero sobre todo para nosotros mismos, que prueba que somos capaces de un pensamiento complejo siempre que sea en nuestro beneficio.

A Lagoia, tremendo escritor, le hay que agradecer todo ese ajuste de mirada que nos hace, cómo nos enfoca, y también que, al fin, alguien deje de imaginarse solo como futura víctima y contemple la posibilidad de que, incluso él, pudiera llegar a ser un asesino, algo que, como sabemos muy bien gracias Eichmann en Jerusalen, da más miedo todavía.

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