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Salir a comer

Volvemos a un restaurante donde nos tratan mal por amor a la comida y a la incoherencia

EL VIERNES DE la pasada semana fui a comer con un amigo a un restaurante donde nos tratan mal. Volvemos porque cae a mano, nos gusta la comida y no tenemos ni fuerza de voluntad, ni coherencia ni coraje en esta vida. Hay sitios en los que un pequeño detalle te estropea la experiencia, que es como se le llama ahora a salir a comer, viajar o remojarse en un spa. Eso es casi una cortesía, creo yo. Conviene que te ofrezcan algo que te moleste un pelín para tener de qué quejarte, razones para un pero y un freno a lo pesada que te pones recomendando tal o cual sitio.

miskaEste no es así. Aquí el disgusto es amplio, ambicioso, ininterrumpido durante toda la comida; o sea, experiencia. Es de esos sitios con veinte mesas vacías en los que te sientan en el lugar más incómodo si no has reservado, a ver si aprendes. Cuando reservas te colocan en una mesa justo a medio centímetro de otras dos para que ejercites el arte de hablar en clave. Pese a todo, te advierten del tiempo que vas a tener la mesa disponible, no vaya a ser que se te desparrame la sobremesa charlando con subterfugios. Obligan a los camareros a dar muchísimas explicaciones sobre los platos y a cerrar cada frase con la palabra chicos. Te llaman tanto chica que empiezas a añorar a los adolescentes que te llaman señora. Que vivan esos adolescentes. ¿Dónde están? Que se presenten aquí ahora, que les compras doscientas rifas para la Semana Blanca si te libran de volver a escuchar la descripción del postre.

A fuerza de ir a que nos traten mal, hemos desarrollado ciertas herramientas de contención del masoquismo. Pedimos el menú sin mirar la carta, con tremenda decisión, y dedicamos gran parte de la comida a analizar en bisbiseos nuestro retorcido comportamiento y a comprometernos verbalmente a no volver. Nunca tomamos café porque durante el café, en otro sitio, es al fin cuando nos contamos las cosas de las que habíamos ido a hablar.

El viernes fuimos y lo repetimos todo. Sin embargo, había algo distinto. Mucha más gente de la habitual, toda sonriente y a la que estaba justificadísimo que llamaran chicos. Medio centímetro a nuestra izquierda, una joven alargó la mano para acariciar la de su pareja mientras lo miraba a los ojos y ladeaba la cabeza, incapaz de soportar tanto encanto. Un centímetro más allá, otra se levantó para ir al baño y dio al novio un beso de marcharse a la guerra. Al fondo, uno esperaba y cuando ella llegó casi pareció que se arrodillaría y besaría el suelo tal era la sonrisa de alegría y puro alivio, quizás porque al fin podía pedir el primero.

Caímos bien avanzado el plato principal en que era San Valentín. El romance estaba en el aire, saltándose la islita de nuestra mesa, de reconcentrada soltería. A ver, yo soy soltera, pero mi compañía es otro nivel, un escalón más, el desparejamiento premium. Mi amigo es, tachán, soltero con gato. La supremacía solterística del soltero con gato no se puede negar y yo no lo haré, ahí hay una declaración de intenciones, un artefacto cultural y una tradición a la que me es imposible aspirar por mi doble condición de alérgica y de desinteresada felina. Pero tiene mi reconocimiento.

Nos dimos cuenta entonces de que éramos la única no pareja de todo el restaurante, aunque seguramente lo pareciéramos. Atención al panorama. Un local lleno de jóvenes dinámicos y románticos de postal, escrutando la carta, dándose a probar elaboradas delicias y dedicándose brindis. En la mesa central un señor y una señora (que dirían los adolescentes vendedores de rifas) que llegan serísimos, piden con tono militar el menú del día, pasan la comida susurrando críticas y rechazan apresurados el café. Que parecen los novios de unas dickensianas Navidades futuras, una parábola ejemplarizante, el paradigma de la grisura parejil. Mientras nosotros criticábamos el maltrato, doce mesas se amaban y nos tenían lástima, todo a la vez.

En fin, que lo mismo ni volvemos. Ahora sí que sí.

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