Blog | El portalón

Un huevo frito que consuela

LA QUINTANA me produce ansia de directora de escena. Yo me siento (me sentaba) en las escaleras bajo la Casa de la Parra y quiero gritar instrucciones por un altavoz para que se cumpla mi coreografía. Quiero, y nunca pasa, que se vacíe y la crucen dos monjas en diagonal; quiero que caiga una tormenta tropical de cinco minutos y después llegue un sol también tropical que te deslumbre reflejado en la piedra. Quiero que, cada vez, se repita un momento que viví hace años. 

Era una tarde de primavera perezosa y todos lagarteábamos en las escaleras, calientes por el sol. Dos yonkis en chándal charlaban con el fluir lento que impregna a los que tocan la heroína, que es una droga que ralentiza mucho el hablar. Y todo el existir. Uno cuchicheaba sus cosas, tenía problemas y, "tío, es que no sabía qué hacer". El otro asentía. Cuando acabó el rosario de preocupaciones, lamentablemente contadas muy bajito, el primero le dijo: 

-"Oíste, no te preocupes. Vente a mi casa que te hago un huevo frito". 

La amistad, qué hermosura. Ese quererse porque sí, un poco por elección, un poco como por designio, hasta el punto de que ya no se sabe dónde acaba lo uno y empieza lo otro. Qué bien la contó Montaigne, amigo apasionado, y casi todas las películas de mafiosos italianos, con su definición extrema de la lealtad: te llaman para limpiar la escena de un crimen y tú vas sin rechistar y sin llevarle al amigo la cuenta de los pies de hormigón que le ayudaste a colocar.

Trabajamos por los amigos que resisten, por los que nos aguantan

Dicen los expertos –y ya sabemos que cuando una frase empieza así es, como poco, para dudar– que en la mediana edad es muy difícil hacer amigos. Se consolidan los que se tienen. Algunos se perdieron por el camino pero trabajamos por los que resisten, por los que todavía nos aguantan. Desde los años 50 del pasado siglo, los sociólogos tienen claro qué factores propician las amistades cercanas: la proximidad, la interacción repetida y no programada y la predisposición o el ánimo de bajar la guardia, de confiar, de ser vulnerables. Parece que el problema de esta vida adulta de medianías es que no tenemos lo que hay que tener: ni tiempo, ni ganas. Qué pena damos. 

Nos frena el trabajo, que nos enrosca en su espiral y, para cuando salimos, han pasado cuatro décadas llenas de años parecidos; nos frenan las obligaciones reales e impuestas, las rutinas que hacemos devotamente aunque ni nos gusten ni nos consuelen; nos frena nuestro carácter cada vez más selectivo, con menos aguante, más reticente a lo diferente, que se siente a gusto entre iguales y que confunde el cosquilleo de lo nuevo con una taquicardia perniciosa. Y somos perezosos, agoreros, impacientes. Nada queda ya de esas tardes eternas de la adolescencia, invertidas en mirar al techo mientras hablabas con una amiga y escuchabas canciones de las que ahora te avergüenzas. Te incorporabas y no había reproche de pérdida de tiempo ni repaso de teoría psicoanalítica, ni nada, salvo otras tardes por delante, todas las tardes del mundo. Sin embargo, llegados a este punto, para disfrutar del aquí y ahora tenemos que entrenar en clases de meditación, cuando antes lo traíamos de serie. 

Esta semana, esa selva virgen que son las páginas de deportes nos ha traído otra escena amistosa para encapsular: dos niños subidos a las muletas de uno de ellos, amputado de una pierna, para ver el último partido de Milito. Escribo Milito como si tuviera la mínima idea de quién es, como si no hubiera tenido que ir al Google a informarme, incluso como si me importara. Sin embargo, esos dos subidos a la muleta viendo el partido sí me importan, prueba encarnada de que los amigos son generosos o no son.  

Qué lástima cerrarse a nuevas escenas así por algo tan nimio como que ha pasado media vida. Cómo no me va a apenar que nos racaneemos la posibilidad de hacer, o que nos hagan, el regalo de una muleta para ver un partido histórico. O de que nos cocinen comida para el espíritu, un huevo frito que te consuela. Qué vida es esa.

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