Blog | El portalón

Un momento huevo

LO VI CADA mañana, durante meses y meses, en el mismo punto exacto, bajo el mismo árbol, en el mismo borde de la cancha de baloncesto. Achicharrándose la calva en verano y con la nariz roja y a punto de gotear en invierno. Un día, de los poquísimos que hay en Pekín en los que llueve torrencialmente, también estaba: siete de la mañana, agarrando el balón de playa imaginario que mueven los practicantes de taichi de un lado a otro a la precisa velocidad de hormiga, mientras todas las corrientes del mundo le bajaban cabeza abajo, pecho abajo, desde las gruesas hojas del árbol, perfectas conductoras fluviales, hasta sus pies. El agua recorría un guiri completo antes de volver a la tierra inclinada y así regar el árbol.

Muchísimos chinos, sobre todos señores mayores, practican taichi a primera hora, siempre en el exterior. Tiene algo de mantenerse en forma, algo de socialización y algo de fiesta. En un patio de manzana donde viví un verano ponían música bailonga en un radiocassette a pilas y cada uno hacía la variedad que prefería. Al amanecer unos sacaban sus espadas y otros sus abanicos de Locomía, mientras en una ventana próxima un loro gritaba a todo meter la única cosa que sabía decir: hola, en inglés y en chino. Un poema.

El extranjero que hacía taichi bajo la lluvia era los que los chinos llaman un huevo: blanco por fuera, amarillo por dentro. La equivalencia para los chinos de costumbres ya borrosas, contaminadas por las de los occidentales, es el plátano: amarillo por fuera, blanco por dentro.

Pienso en ese hombre, impertérrito, y en los codazos y sonrisillas de los señores chinos que pasaban a su lado, cuchicheando cosas que no le llegaban, cada vez que se menciona la apropiación cultural. Como aquí todo llega tarde y andamos ahora preocupándonos del Gobierno y de otras antigüedades, parece que no nos hubiera tocado aún ese debate, pero sí.

La apropiación cultural es el fenómeno que se produce cuando miembros de una cultura usan o adoptan elementos de otra cultura. Generalmente se refiere a miembros de una mayoritaria explotando elementos de una minoritaria. Un ejemplo extremo sería el de actores blancos disfrazados de negros o asiáticos. Mickey Rooney en ‘Desayuno con diamantes haciendo de vecino japonés indignado con el jaleo que arma Audrey Hepburn sirve: pura propaganda antijaponesa encarnada además por un actor blanco occidental. No hay versión de la película en la que director y guionista no se disculpen.

A estas alturas, las críticas no se dirigen a ejemplos tan burdos, que pocos quedan por examinar, y se va hilando fino: desde los diseñadores como Isabel Marant que copian bordados indígenas para sus blusas de varios cientos de euros hasta el hecho de que en un campus americano se sirva sushi sin respetar la elaboración y los ingredientes más puramente tradicionales. También el Twitter español ardió cuando al cocinero Jamie Oliver se le ocurrió echar chorizo a la paella.

El rango de manifestaciones críticas es extremo y llega ya a mil formas del arte, empezando por la literatura. ¿Puede un escritor blanco y de mediana edad incluir como personaje a una mujer joven negra? En caso de hacerlo, ¿puede permitir que esa mujer joven negra tenga un comportamiento negativo, quizás terrible, quizás el único personaje deleznable de toda la novela? ¿es justa la imagen que proyecta de un grupo que no es el suyo? En caso de no hacerlo, en caso de escribir por ejemplo solo sobre hombres blancos de mediana edad, ¿puede estar tan ciego como para hacer esa representación parcial de la sociedad, tan poco inclusiva, tan exenta de otras razas, de otras sexualidades, de otras sensibilidades? Porque ahora se exige una cosa y la contraria: la circunscripción del arte a lo que el artista conoce de primera mano, no por contacto, ni por investigación, ni por interiorización, ni por reflexión sino por vivencia directa e íntima. No por lo que es capaz de crear sino por lo que es. Al mismo tiempo se pide visibilidad para cada uno, activismo en cada obra, abarcar el todo o el casi todo.

Los hipercríticos de la apropiación cultural defienden que fue este comportamiento el que impidió el acceso a tantos al lugar desde el que podían contar sus historias. Solo los privilegiados podían narrar las inquietudes de los otros, haciéndose con ellas y retorciéndolas, despojándoles de su identidad para ganar dinero o fama y contribuyendo a perpetuar estereotipos o directamente mentiras. Es cierto que hay ejemplos de todo esto. También de lo contrario porque no se puede decir de Pearl S. Buck, una mujer occidental blanca, que no fuera sincero su intento de reflejar la realidad de la China rural, de la que tan poco se sabía cuando ganó el Nobel en 1938.

Este es un debate que me hace dudar mucho, pero no en la literatura. Creo que un escritor puede intentar todo a lo que aspire, lo que su capacidad de empatía le permita, debe hacer lo que le dé la gana. Y el lector puede aborrecerle si creyó que le hablaba a él y resultó que no, que nada de lo que ese escritor dice le llega.

Creo que todos podemos tener momentos de huevo y disfrutar plácidamente de nuestro taichi bajo un torrente, entre señores chinos cuchicheantes.

Comentarios