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Un pacto global

LOS HECHOS que voy a contar ocurrieron hace 15 días, en ese momento en el que andábamos muy sorprendidos porque hacía frío y viento ciclogenético. Era asombroso lo muchísimo que todo parecía indicar que íbamos hacia el invierno, ese trance que olvidamos de año en año, pero se empeña en volver y recordarnos que existe, (como Teruel).

Iba por la calle como íbamos todos, con ese gestito de medio agarrar el cuello del abrigo como si aquello cambiase algo, como si fuese clave para conservar el calor corporal y no desfallecer, cuando me crucé con un conocido. Nos saludamos sin pararnos, ya que andábamos muy ocupados cerrándonos las solapas e inspirando por la nariz, y me gritó: "Si no te vuelvo a ver, ¡feliz año nuevo!".

Entonces el cielo retumbó, se puso rojo y naranja, a mí se me electrificó el pelo como si fueran cables, me puse roja y naranja; la tierra se abrió en dos, vi su núcleo rojo y naranja y hasta a Julio Verne. Estaba todo tan perdido que incluso respiré por la boca, sin temor por mis amígdalas.

Como se puede entender, llevo desde entonces en estado de alerta y de contención, si es que esas dos cosas pueden darse simultáneamente. Lo primero, para evitar que se repita y que alguien me traslade con su saludo a un hecho que espero que se produzca dentro de muchos días, casi treinta. Lo segundo, para evitar ponerme a escribir esto mismo y adelantar algo que temo se va a convertir en tradición: un artículo anual criticando la Navidad, como hace Javier Marías con la Semana Santa, pero con mucha menos circulación. Ya ven qué lucha la mía.


Si lo de la felicitación a 15 de noviembre empieza a multiplicarse auguro un agosto vengativo enviando tarjetas con muñecos de nieve y purpurina


No quiero ser yo esa. La que refunfuña por los papanoeles trepadores, los arbolitos, el indescifrable turrón de frutas (del que no puedo dejar de advertir que considera fruta a la calabaza), la basura digital que se acumula con las felicitaciones por whatsapp, los buenos propósitos que no son ni buenos ni propósitos. No quiero serlo, pero lo soy. Y como lo soy —y de la Navidad solo me gusta la predisposición a beber a deshora, al marisco y a la elaboración de listas de los mejores libros del año y me espanta casi todo lo demás— tengo que pedir un pacto mundial, una conferencia de Yalta, para evitar su llegada temprana. Es un ruego en serio, con las manos al cielo. También desesperado porque sé que llevo las de perder.

He leído en octubre listas de cuáles van a ser los juguetes más demandados en Reyes, un despropósito que tiene todo el sentido en términos de marketing —crea un clima de opinión que va a durar meses en base a que a veces se necesita tiempo para asentar gustos— pero poquísimo en los del puro deseo infantil, tan veleidoso. Hay niños que, durante la cabalgata, cambian su carta de arriba a abajo. Lo sé porque he cubierto esa guerra.

Llevo semanas caminando bajo luces de estrellas, estrellas con estela, a veces con medias lunas; en algunos puntos asombrosamente parecidas a hoces y martillos y, en otros, a la bandera de Turquía. Hasta ahora han estado apagadas, pero su mera presencia es amenazante, recordatoria de que habrá de venir un tiempo de villancicos dolorosos y cosas peores. He escuchado a gentes de buena voluntad dándome sabios consejos, como el de la conveniencia de comprar en Black Friday (algún día hablaremos de eso) los regalos, como si fuera capaz yo de tal ejercicio de previsión, como si no estuviera mi vida llena de arrebatadas decisiones de última hora y, por tanto, de equivocaciones. Como si pudiera cambiar. He tenido que encargar la lotería, pese a la abrumadora evidencia estadística en contra de desembolso alguno en ese apartado, y estoy ya muy cerca de empezar a sufragar excursiones a Mallorca o camisetas para equipos deportivos de categoría infantil a base de recargos de tres euros.

Eso ha pasado y está pasando y se lo estoy contando. Pero lo de la felicitación del nuevo año debemos pararlo entre todos.

No teman no volver a encontrarse, seguro que lo harán a lo largo del mes porque para eso están los bares y las salas de espera de los dentistas. Este sitio en el que vivimos no les racaneará la oportunidad de felicitar a amigos, conocidos, y señores que simplemente les suenan, así que no se precipiten. Guarden sus buenos deseos hasta el día 20, se lo suplico, y desparrámenlos todos juntos, excesivos, que el exceso es cosa muy navideña. Consiéntanme en esto.

Si lo de la felicitación a 15 de noviembre empieza a multiplicarse auguro un agosto vengativo enviando tarjetas con muñecos de nieve y purpurina. Advertidos quedan.

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