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Un poco tonta sí que eres

Rosalía Iglesias no es capaz de identificar un banco suizo tras visitarlo varias veces

ROSALÍA IGLESIAS vacila, no sabe muy bien si el lugar al que acompañaba a su marido antes de exprimir el forfait por las blancas laderas helvéticas era un banco o qué. Duda porque "desde luego como los bancos españoles no era".

Ciertamente, no lo son. Yo he estado, por motivos puramente turísticos, en el interior de un banco suizo y me ocurrió lo mismo. En el preciso momento de entrar, no sé qué me dio, me invadió una fuerte certeza, una especie de seguridad incontestable, una epifanía: como los bancos españoles no es, me dije, lo mismo ni es un banco. Había un suelo de mármol blanco bien pulido y un mostrador reluciente. Era verano y todo desprendía un frescor de interior de nevera, pero de nevera con posibles, no de las corrientes en las que se conserva leche desnatada y pechuga de pavo. Aquella era una nevera de lata industrial de Beluga y champán, de fruta exótica transportada en avión, de la ridícula agua de montaña japonesa que se bebe uno en, digamos, Minnesota porque no tiene tiempo de pensar en el planeta ni en el ridículo que está haciendo bebiendo tal cosa. Hablo de una nevera blanquísima, aséptica, semivacía porque es propiedad de una persona que está poco en casa, en esa casa y en todas sus casas; que viaja sin parar, que participa en esos cuestionarios de revista que incluyen la pregunta "¿Qué es lo que nunca falta en su nevera?".

Salpicados por aquí y por allí había algunos adornos dorados y señores con traje oscuro hablando a susurros, lo que contribuía a cierto aspecto catedralicio. Nevera y catedral, no me extraña que Rosalía se haga un lío. En el bolsillo, yo llevaba entonces, doblado en cuatro, una muestra del dinero más hermoso del mundo, un billete como nunca antes había visto, de colores relucientes, de papel grueso y fibroso, lleno de sustancia. Si lo echabas en agua hirviendo se deshacía en un cocido completo, lo que pasa es que nadie lo hacía porque los francos suizos no se arrojan a las ollas; se dejan sobre mostradores de cristal para pagar ‘panerais’, si acaso, o se guardan en cuentas secretas para que a nadie le dé un Stendhal por su belleza.

En fin, que entre el banco y el dinero aquello era otro mundo así que yo, en ese punto, comprendo a Rosalía. Llegaba Bárcenas con la austríaca puesta, señal inequívoca de la inminencia de un viaje de esquí, se subían ambos a un avión y un coche los llevaba del aeropuerto al banco, donde él se reunía y ella esperaba bebiendo una Coca-Cola en la sala de espera. Así nunca supo, hasta que el juez se lo dijo, que aquello era un banco y que ella y su marido tenían cuentas en Suiza. Quizás creía que se trataba de una clínica dental. Lujosa, pero dental. Rosalía, aquí va una pista para otra vez: en una clínica dental no te ofrecerían Coca-Cola, que tiene mucho azúcar; te ofrecerían agua, la ya mencionada de la montaña japonesa, probablemente.

La estrategia de la ignorancia es ya un clásico entre las señoras con maridos que roban. Son los jueces los que, como los artículos de Cosmopolitan, les desentrañan qué hacían realmente sus cónyuges, en qué ocupaban el tiempo. Ellas van a declarar con la lección bien aprendida de todo lo que dejaron de ver durante décadas, de los elefantes rosas en las habitaciones, manadas enteras, a los que no prestaron atención. Ana Mato nunca percibió el Jaguar en el garaje y Rosalía Iglesias, que no estaba esperando a que a Bárcenas le acabaran una endodoncia.

No hace mucho la escritora Milena Busquets expresó en una entrevista su temor a parecer "tonta o inculta". Lo creí universal y, después de leer la declaración de Iglesias, lo sigo pensando. En ella dice todo el tiempo lo que tiene que decir porque el objetivo es salvarse con una táctica que se ha probado eficaz. Pero, claro, duele. Fastidia hacerse la lerda todo el rato, la mujer apampada, competamente volcada en su marido, aquiescente todo el rato, a la que llevan y traen y ponen a firmar. Así que, en un momento dado, Rosalía dice que sí, que su marido manejaba carteras de valores y que ella confiaba plenamente en él y plantaba su rúbrica donde le decían él y el banco y todo eso, pero que ella no es tonta. "No soy tonta", asegura, pero no puede ser. La estrategia es ser tonta y no se la puede minar desde dentro si se aspira a que cuele. No hace falta admitirlo con todas las letras, pero de ninguna manera se puede negar. Si para evitar la cárcel una se hace la tonta hay que cargar con el sambenito de tonta sin desdecirse, es una especie de pago. Así que, sí, un poco tonta sí que eres, Rosalía. Quizás seas libre por tonta.

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