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Un recorrido modesto

Como con la calderilla que viaja del bolsillo al pliegue del sofá, tampoco parece importar la pérdida de los usuarios del bus

UN LUNES cualquiera de verano, desde la atalaya de mi asiento y mientras el compañero que me había tocado se hacía un bocadillo de chopped del tamaño de una pantorrilla, pude contemplar como en un sueño a un perro con gorra de repartidor de periódicos haciendo posturitas mientras su dueño pasaba la gorra, una no perruna, a toda la fila que aguardaba en los bancos la llegada de alguien o de otro día, quién sabe. Todo lo hacía apresurado porque el bus iba a salir pronto y antes había que colocar la jaulita del artista en el maletero, tanto que no daba tiempo a fijarse y la gorra acabó bajo la barbilla de un hombre, esquinado y medio girado, que en ese momento se administraba con cara extática una inyección en el brazo. Este negó con la cabeza y el otro siguió pidiendo la voluntad impasible, como si lo hubiera pillado haciendo calceta y no chutándose al sol.

Pocos frescos contemporáneos hay como los de las estaciones de autobús, que son de hoy y son de ayer y parece que serán para siempre. Pasan los años y sigue el edificio y sus habitantes desmoronándose sin acabar de caer, como un equilibrista precario, que ya no se sabe si tiene la suerte de no despeñarse o la condena de permanecer de puntillas toda la vida. La chavalada baja del Freire y se dispersa en un santiamén, como una ola acelerada arrastrando trolleys de colores y bolsas con tupperwares vacíos. Detrás de su agua joven solo quedan las rocas de siempre: los viejos al calor, los yonkis al estupor y los otros a la caza, bien cerca de los baños.

Otro lunes cualquiera de invierno también yo dejé atrás todas esas rocas y me fui a conocer otros mares, concretamente el de Valladolid. La razón por la que elegí el bus para ir a unas jornadas de trabajo está clara: no lo pensé mucho. Ir a Santiago para coger un avión a Madrid y de ahí en tren a Valladolid me pareció un sinsentido, así que, mientras los primeros paseantes de interior llegaban a la estación de Lugo, yo me subí a un bus muy llena de razón.

Pocos frescos contemporáneos hay como los de las estaciones

No sé cómo explicarlo mejor: vi mundo. Vi cómo todas las estaciones -algunas naves gigantescas con asientos de respaldo costillar que te permiten hacer espalditas con quien sea que se sienta detrás, otras más recogidas con tienda de chucherías como único lugar de alimentación- son dolorosamente parecidas. Hasta las más nuevas son escenarios decrépitos con pocos actores: jóvenes estudiantes, señoras mayores en movimiento y yonkis llegados de los 80 que piden moneditas para coger buses a los que jamás se suben. Las señoras los conocen a todos y en cada parada escuché lo de "hoy no te doy nada, que ya te di ayer". El peticionario se resignaba: "Mañana, entonces". Las señoras abrían la puerta a la esperanza solo un centímetro: "A ver mañana, a ver", y subían para seguir con su trayecto de media hora y poner al día de quién había enfermado un poco y quiéen había enfermado mucho al conductor. Nunca les indicaban, pero ellos siempre sabían dónde se bajaba cada una y allí paraba el bus, en una de esas esquinas castellanas que parecen moldeadas por alfareros.

Como la calderilla que viaja del bolsillo del vaquero a los pliegues del sofá, a la mano infantil, a la tienda de chucherías, a la caja de cartón de las monedas del cambio y a un nuevo bolsillo de vaquero, los usuarios del bus también hacen esos recorridos modestos, imprescindibles y felices. Muchos cierran el círculo de su existencia diaria subidos a un bus. Se ve que no interesan mucho a los que discuten sobre el Ave y los proyectos aeroportuarios porque les obligan a viajar como moneditas, con trazados inciertos, esperas eternas y conexiones peregrinas.

La de Valladolid, pude comprobar, es otra estación como las demás: llena de corrientes, cafetería de barra acolchada que no se ve desde los 80, década en la que todo parece haberse detenido, y parados al calor. El conductor que me fue a recoger, con mi nombre escrito en un cartel entre un mar de caras de familiares de otros, me confirmó que yo era la única que llegaba en bus. Hacía años que ni se acercaba a la estación y miraba todo como el que examina el estado irrecuperable de la planta que se olvidó de regar en vacaciones.

Para quienes echan mano del más humilde de los medios de transporte público, el único que llega a muchas esquinas barrosas de Castilla y también a Moscú, pido solo eso: un riego periódico.

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