Blog | El portalón

Una parada minúscula

EN LA noticia de que William Christie detuvo un concierto en el Auditorio Nacional para abroncar al público por el timbre de un móvil leo que era la tercera vez que sonaba un teléfono y que un coro de toses acompañó el recital desde las primeras notas.

Me imagino el papelón del dueño del teléfono: el calor subiéndole por el cuello hacia las mejillas, la mirada al frente como en un punto lejanísimo o peleando con un logaritmo neperiano, el mecanismo ‘tortuguiano’ de erguir los hombros y encoger el cuello bajando la barbilla, exactamente el mismo al que recurrimos cuando nos llueve sin paraguas. Tenemos un rango breve de gestos y algunos los aprovechamos para cosas muy dispares, inútiles en todos los casos. En este, desde luego. Todo el público sabe a la fuerza quién eres. Si no te había localizado, ese despliegue gestual ya le ayuda a hacerse una idea.

Es matemático. A los niños les empieza a estallar la vejiga en los primeros dos kilómetros de un viaje en coche y a los adultos les ahoga la carraspera en los conciertos de clásica o en la Ópera. Nuestro mecanismo de seres fallidos funciona de esa manera. Pero lo del móvil es otra cosa. Apagarlo en lugares así hace ya años que forma parte de los buenos modales. No hacerlo deja en evidencia un punto de descortesía y que el temor a perdernos algo vive y está entre nosotros. Con lo bonitas que son las desapariciones en las que uno se marcha sin irse; ese perderse unas horas o unos días, de las que se regresa no siendo otro, sino siendo más uno.

Eso de los modales es increíble cómo facilitan el tránsito por la vida


Como me pasa con todo en la vida, lo que más odio de la Navidad es lo mismo que lo que me gusta. No soporto esa suspensión de la realidad, ese borrado donde todo o ya se hizo o ya se hará más adelante, pero parece imposible hacer algo ahora. Al mismo tiempo, me encantan algunas de las interrupciones breves que propicia, huidas minúsculas, cómo lo detiene todo esta noche, la del 24, la más silenciosa del año, en la que vuelves a casa después de haber cenado y nada pasa, nada ves, es como si solo te movieras tú en un paisaje en suspenso, detenido solo para que lo cruces. También aprecio que no haya periódico el día 25. Aunque en Internet todo siga, que el papel nos tenga que durar dos días, que me obliguen a apagar el aceleramiento de las cosas que pasan empieza a parecerme, como lo del móvil en los conciertos, casi una cuestión de buenas maneras.

Eso de los modales se dice y casi suena rancio, pero es increíble cómo facilitan el tránsito por la vida. O la vida en si. Casanova le cedió el paso a un amigo para ver al rato como le caía una chimenea encima. Lo dice todo de la capacidad deductiva del galán y de su alta estima de la amistad la frase que se le atribuye a continuación: "Hay que dejar pasar a la gente y, sobre todo, ser educados".

Cualquier situación que nos pare pero poco, una detención breve, creo que nos viene bien. Hay cosas que solo se ven claras sin movimiento, que solo apreciamos detenidos. Esta es una lección aprendida un 25 de diciembre lejano. Iba un niño repeinado y sonriente a bordo de un cochecito eléctrico, recién entregado por Papá Noel, conduciéndolo orgulloso por mi acera. A su lado iba su padre que, de los dos, era el único que parecía saber que se dirigían a un lugar concreto. El hijo manejaba su descapotable de plástico por la Riviera francesa, pelo untado de colonia al viento, sin más rumbo que una playa de sombrillas rayadas y el padre había quedado para comer en casa de su suegra. Hay que apreciar esos dos mundos en colisión para entender la escena. Cada cinco adoquines recorridos, el niño descendía del cochecito con muchos aspavientos porque entre lo reducido del asiento y el acolchamiento de su plumífero casi parecía que iba a hacer ‘pop’. Se alejaba entonces dos pasos y ponía los brazos en jarras, como una tacita enana, mientras miraba su descapotable y suspiraba. Su padre le pedía que dejara de pararse por amor de Dios, pero el piloto cumplía cada vez. Estaba claro que la breve acera iba a durar toda la vida. En medio de un suspiro infantil, el padre quiso entender: "¿Por qué te bajas todo el rato?", le preguntó. "Si no, ¿cómo lo voy a mirar?", le devolvió el chaval.

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