Blog | El portalón

De incógnito

Ante una historia que conoces de sobra te detienes en sus alrededores

LA PELÍCULA Los documentos del Pentágono empieza tal y como sus protagonistas reales contaron la historia en sus autobiografías: mostrando cómo The Washington Post tenía a Nixon ya hasta el moño antes de la publicación de los papeles. La responsable del cabreo presidencial era Judith Martin, una reportera de sociedad que había cubierto la boda de la primera hija de Nixon y comparado vestidos con merengues. Acabó vetada en la de la benjamina. Martin aparece brevemente al comienzo —junto a la jefa de editorial, las dos únicas periodistas mujeres con diálogo en la película— como una reportera segura de si misma y de su trabajo.

Repasar una historia que conoces de sobra tiene eso, que te detienes en los alrededores, en las hijuelas, en todos los personajes propiciadores, los que, si se tratara de un atraco, arrancarían el coche delante del banco y esperarían con la palma sobre el freno de mano, aunque ni siquiera condujeran ellos.

Así fue como yo caí en Martin, que ahora tiene casi ochenta años y sigue defendiendo toda la enjundia de un trabajo que parece una chorrada, una especie de enumeración de cócteles y trajes, para acabar siendo el agua que riega las secciones más serias y áridas.

Siempre que se piensa en los periodistas de incógnito, que se mezclan, que se infiltran, que sacan información de tal manera que la fuente se entera de qué dijo exactamente leyéndolo en el periódico al día siguiente, el cerebro nos lleva a unos sitios rarísimos. A 007, sus martinis, a los chalecos de Coronel Tapioca, lo intrépido... básicamente a todo lo indiscreto y llamativo, lo que está fuera de lugar, lo que no pasa desapercibido. Pero ese periodista es, realidad, Judith Martin.

En una entrevista contó su método de trabajo de aquellos años, cuando básicamente cubría fiestas de embajadas. Hablaba con los de internacional y les preguntaba qué países estaban metidos en algún lío porque "siempre había alguno". Acudía a la fiesta, localizaba al embajador en cuestión y le preguntaba por el lío. El embajador, que llevaba todo el día esquivando a periodistas, charlaba con ella tranquilamente, copa en mano, en el ámbito distendido de la fiesta. Al día siguiente, cuando leía sus declaraciones en el periódico llamaba indignado y hablaba con alguno de los jefes. Este le preguntaba si Martin no se había identificado como reportera, el embajador asentía; si no le había hecho una pregunta tras otra, de nuevo asentía; si no la había visto tomar notas, pues también; si acaso no le había contado esas cosas, sí y sí. ¿Por qué entonces se quejaba de su publicación?, le preguntaban, a lo que el embajador, el del país que fuera, invariablemente respondía cómo podía ser que una mujer en un vestido de fiesta fuera una periodista trabajando.

En la misma entrevista, Martin cuenta cómo el presidente Johnson comentó en un cóctel, como con ligereza, que quizás había empezado la Tercera Guerra Mundial. No era ella una periodista de esas que sufren taquicardias con revelaciones así, que se abalanza sobre el interlocutor para agarrarle de las solapas, zarandearle y gritarle que se explique, no. Como con desinterés, dejó caer un "¿y eso?" y consiguió para el periódico la noticia de que Estados Unidos había bombardeado por primera vez Vietnam del Norte.

Esa despreocupación, ese fundirse en el ambiente comportándose como el arma del crimen en los libros de Agatha Christie que siempre se escondía a la vista, esa dirección de la conversación hacia el camino al que se quiere ir; esa forma de exprimir el machismo en un sistema que presenta como inconcebible que una mujer, y encima vestida de fiesta, pueda estar trabajando, son dones de periodistas como Martin, no de todos.

Luego hay otros que consiguen los documentos del Pentágono, que tampoco está mal.

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