Blog | El portalón

La ruta 9

Un elogio de la mentira para evitar el turismo desenfrenado

SIEMPRE HE creído que entendía el significado de las frases hechas, los lugares comunes, esas repeticiones. Mira tú qué cosa. Pero no. Salen los deportistas por la tele, u otra gente que completa hazañas, diciendo que compiten contra si mismos y yo pensaba "sí, claro", pero un "sí, claro" desdeñoso, harto de la repetición, ligero. Un "sí, claro" de listilla total. Este verano, de manera fortuita, comprendí.

Una mañana salí a hacer una caminata de dos horas para ver un par de cascadas selváticas y la cosa acabó como era de esperar: seis horas después siendo entrevistada en el telediario que se emite en mi cabeza (eso sí que es un 24 horas) por haber sobrevivido a un trepar y retrepar constante con unas zapatillas infantiles de siete euros.

La culpa fue, como siempre, de Internet. Daba la red un despliegue de opciones senderísticas para más y menos aficionados, para más y menos en forma, para los que querían ver cascadas o jungla espesa. Solo recomendaba evitar la ruta 9, hábitat natural de un bandolero con machete que te esperaba en un recodo del camino para dejarte desvalijado del todo, incluso sin las zapatillas de siete euros.

Ilustración para el blog de María Piñeiro. MARUXA

Empezamos por el camino llano de una de las fáciles, abarrotado de la típica belleza que te atrapa, que si el arroyo, que si la hojarasca; pero, por supuesto, acabamos en la 9. La sospecha llegó después de una hora o dos de subida dolorosa, sorteando raíces gordísimas y troncos salpicados por aquí y allí, que la naturaleza se empeñaba en colocar para entretener. Todas las ramas del mundo caen para que yo sufra saltándolas, ya lo tengo claro.

Fue una certeza en la que nos detuvimos segundos porque la selva tupida, llena de los zumbidos metálicos que la convierten en uno de los paisajes más ruidosos, no dejaba tiempo para pensar en nada que no fuera colocar bien los pies, encontrar ramas a las que agarrarse y musitar sin descanso qué demonios hacías allí. Hay una suerte de meditación oculta en caminar y perderse, un mindfulness de supervivencia. Cuando parabas un segundo, por aquello del respirar, te abrumaba lo hermoso que era todo, lo solos que estábamos, también la evidente relación entre una cosa y otra.

Acababas de pensar eso cuando, de repente, un breve tramo del camino se convertía en un punto transitadísimo, en el que te saludabas con otros senderistas que bajaban, gente con bastones, con botas que llegaban a los tres dígitos, con gemelos reventones bajo calcetines de compresión. Gente seria que seguía rutas con ausencia de bandolero, que sabía usar el gps del teléfono. Volvías a tu soledad y a tu meditación, a la vigilancia de tu pisada y a intuir por el rabillo del ojo el filo de un machete que, por supuesto, no llegaste a ver.

Porque, claro, el bandolero no existe. Esto lo piensas después. Sentada en un restaurante cuando ya has engullido medio plato y se te actualiza el software cerebral. La 9 es una ruta dura que se reserva la población local para que sus caminatas no se vean invadidas por decenas de aficionados cada día que pisan sus caminos y agarran sus raíces, que pinchan con sus bastones la tierra esponjosa y hacen caer sus hojas, que a fuerza de pasar abren cada vez un camino más ancho y que, un año después, no se parece en nada a lo que era. Pero como el turista, también el turista senderista, se empeña en el descubrimiento, en seguir los pasos de los autóctonos, en querer hacer lo que ‘la gente de allí hace’, hay que disuadirlo de alguna forma. De ahí el bandolero.

Dicen que el lujo, lo bueno, el cogollo no va a estar en Internet. En este verano de preocupación por los horrores del turismo, por lo antiecológico que es, por lo fácil que cae en excesos, se defiende la ocultación. Será lo que no se cuente ahí lo que merezca la pena, el restaurante que te recomienda quien vive en ese sitio, la playa a la que te lleva, la ruta que te indica. Si da el salto a una red social se echa a perder.

Pero yo creo que el encubrimiento es imposible. Siempre hay indiscretos, entusiastas del compartir indiscriminado, blogueros dedicados. Es mejor mentir, correr la voz, y colocar bandoleros en cada monumento que no pueda resistir a miles, a decenas como mucho. Limitar su acceso a iniciados, a gente sin miedo y a senderistas perdidos que ni un gps básico saben usar. Que compiten contra si mismos, contra la tecnología y, quién sabe cómo, ganan.

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