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Ahí donde todo es esencial

POR SI UN día, un instante, te dejas llevar. Por si, entre camino y camino, trabajo y trabajo, pensamiento y pensamiento, sueltas, suavemente, todo aquello que se tensa en ti, que se contrae formando nudos, en los músculos, en las venas, en ese mapa neuronal que chispea sin cesar, haciendo desaparecer —como desaparece en el aire— cualquier sueño, cualquier maravilla inalcanzable. Dejas que se desaten las ataduras que forman una silueta de ti, conocida, con la que vas por el mundo encabezando rebeliones difíciles, quizá inútiles. Por una vez —un día, un instante— te liberas de presiones y deberes, de promesas y de perspectivas. Te dispones a ver, solamente, lo que hay en ese momento preciso del alba, o de la tarde, o de una hora indefinida en la que, milagrosamente, para ti, el tiempo ha dejado de tener significado. No es, recuérdalo, una huida, una escapatoria cobarde o una partida sin final. Es un encuentro que nada tiene que ver con el encuentro de las cosas cotidianas contigo, con el despertador que te activa, con el horario que cumples, con el quehacer, a veces acompasado y otras arrítmico, sin control, de la oficina, de las tiendas, de la casa, de la vida. Un encuentro como una pulsión o como una fuerza que te empuja a algo, aunque ese algo sea la simple contemplación.

Por si un día, un instante, te dejas llevar y comprender que no todo es como quisiste o como planificaste o como hubieras creído que iba a pasar. Te dejas llevar y piensas, tranquilamente, con una calma parecida a algo en suspenso, como si flotara a tu alrededor o dentro de ti, que mejor así, que lo que se pierde, si se mira bien, nunca llega a ser tanto como lo que se atraviesa. Si se consigue la mirada leve y si se aspira, brevemente, a la mirada sabia, es posible que veas claridad allá donde hubo muros abigarrados o cámaras oscuras, frías, inhóspitas, repletas de humedad, lúgubres. Son misterios traspasados o secretos revelados o verdades que, de pronto, salen a la luz. Hay fisuras por las que se escapa la mitad del mundo. Si, alguna vez, en uno de esos días o instantes de ánimo vigoroso y templado al mismo tiempo, levantas, azarosamente, una mano hacia a algún lugar, podrás ver haces de luz pasando entre tus dedos y dirás algo, o comprenderás algo o conocerás algo. Quizás no tenga nombre aún o tú no sepas cómo nombrar. Sin embargo, lo importante será otra cosa que solamente tú vas a poseer. Después vendrá lo demás, más tarde aparecerá lo de siempre y el aburrimiento de lo de siempre y la apariencia pasiva e inútil de lo de siempre. Y te preguntarás, en ocasiones, para qué todo esto y por qué esta monotonía o este cansancio o este dañino modo de andar decepcionándose con unos y con otros, con esto y con aquello.

Si lo atrapaste bien en ese encuentro fugaz, recuerda: tendrás para siempre el vigor de lo profundo y lo inalcanzable, lo sereno y lo agitado, lo desconocido y la comprensión honda de lo que no tiene explicación. Y así, fisura por fisura, luz por luz, como si se tratase de unidades de medida, como si avanzases hacia algo o evolucionases hacia algo, qué se yo qué, qué sabe nadie. Un progreso o un ascenso o un traslado o una marcha. No serás quien siempre fuiste si atesoras momentos así. Acuérdate, pues, de abrir la mano y dejar entrar al resplandor, como si nada tuviese sentido y eso, precisamente, la ausencia de toda lógica, no tuviera ninguna trascendencia.

Por si cualquier día, cualquier instante, te dejas llevar, que sea así, con la actitud valiente y responsable de quien asume que la vida —lo que sea que signifique— se muestra a ti con rostros retorcidos, injustos, peligrosos, feos. Y también, si la dejas —si te dejas—, con rostros increíbles y exquisitos, que son como puzzles difíciles y, al mismo tiempo, irresistibles. Atrapar lo que está y que no vemos, lo que no se presenta fácil ni inmediato ni insustancial. Lo que tiene garra y es capaz de tumbar muros y de iluminar negros pozos perdidos. Ahí, donde ya no importa y donde todo es tan esencial que quizá duela, un poquito.

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