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El futuro en una pantalla

 

HAY UN CAPÍTULO de Black Mirror, dirigido por Jodie Foster, que se titula Arkangel y que perturba mucho. No es de extrañar, tratándose de esta serie, que plantea más sobresaltos que tranquilizadora seguridad en el futuro. No está lejos tampoco de las advertencias de Harari con esos libros que adelantan supuestos bastante espeluznantes. Por eso, la serie, —unos capítulos más que otros (con su mayor y menor grado de repulsión) — habría que verla en pequeñas dosis, descansando por el medio, respirando otros aires y, probablemente, saltándose algún episodio.

Arkangel parte de un planteamiento sencillo que, como todo lo sencillo, esconde recovecos oscuros que llegan a puntos complejos, esenciales, podríamos decir. El asunto es el siguiente: una madre vive con una constante y obsesiva angustia por el bienestar de su niña. Como la serie se contextualiza en un futuro no demasiado lejano en el cual la tecnología forma parte de la existencia, ya sabemos que la madre va a hacerse con algún aparatito que le ayude con lo suyo.

Casualmente, en ese momento, se está desarrollando un estudio experimental que está dando muy buenos resultados con otras madres y otros padres angustiados como ella. La solución que la empresa ofrece es la implantación de un chip en el cerebro de las criaturas para monitorizar, no solamente sus movimientos, sino también los indicadores que certifican un estado de salud óptimo. En el instante en que se dispara algún indicador, la tablet que los progenitores siempre llevan consigo, se encarga de dar la voz de alarma, detectando con exactitud cuál es el problema. Mejor ¿no?, se reduce la ansiedad.

Pero el implante despliega más opciones. Para evitar que la niña sufra algún tipo de reacción emocional desagradable, como el miedo, por ejemplo, el objeto o el sujeto de la provocación se convierte, a sus ojos, en una imagen pixelada. Así que todo lo que pueda molestar a la niña en su avance hacia la madurez, la madre puede borrarlo con una simple configuración de su pantalla. A mí, les digo, me vuelve a dar repelús mientras lo recuerdo para contárselo.

La niña crece.

La madre, a estas alturas, —era visto—, ya ha desarrollado una adicción malsana a la pantalla. Al principio de todo, en el momento de ponerle el chip en la cabeza, su justificación moral era su propia inquietud maternal, inquietud que, en ocasiones, sirve para dar luz verde a cosas terribles. Si un leve sentido de culpa rara le invadía la mente y hacía que se sintiera un tanto incómoda, con pensar que todo eso era por el bien de la niña, ya remitía el escalofrío. Y podía seguir con la vida.

La niña sigue creciendo y ya es adolescente.

La madre no se siente bien del todo, enganchada las veinticuatro horas al aparato, viendo qué hace su hija, adónde va, con quién va. Intenta dejarlo varias veces, sin embargo, le puede ese miedo corrosivo a no saber. En este punto, comienzan a entrar en la historia elementos más y más interesantes. El propósito inicial del chip, o sea, la protección de la niña (y la derivada tranquilidad de la madre) se diluye en el justo momento en que la necesidad de esta se desvía hacia terrenos resbaladizos y lo que busca ya no es la protección sino el control. (Aunque control fuera siempre, para darle un margen a la madre angustiada del principio de la historia, se plantea así la cosa).

La niña entra en la edad adulta. Y, claro, se rebela.

La madre ya está fuera de sí. La vida de ambas se ha convertido en un entrar y salir del alcance de la pantalla. En una persecución y una huida. Nada tiene que ver ya con los conceptos de protección, bienestar, cuidado, educación y preparación para sacar adelante a una persona crítica, responsable y justa. Todo eso, si es que lo hubo, se perdió en un proceso en el que la libertad dejó de tener sentido. En el que la tecnología, en lugar de mejorar la vida humana, sustituye lo que de humano tiene la vida.

No les cuento cómo acaba el episodio. Si lo ven, podemos comentarlo otra vez y reflexionar juntos sobre este debate sobre el ser tan apasionante.

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