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La casa de los otros

Virginia WoolfUNA VEZ estuve en Monk’s House, la casa de campo en la que Virginia Woolf vivió y escribió, muy cerca del río Ouse, aquel en el que se adentró y por el que se dejó arrastrar, hasta encontrar la muerte. Entré en las distintas estancias, observé cada rincón, me paré mucho, mucho, en su habitación propia. Una estantería en la cabecera de la cama, llena de libros, una cama pequeña, un espejo, poco más. Allí con sus jaquecas, allí con sus delirios, allí con las voces que, poco a poco, se fueron adueñando de su voluntad. Hay una austeridad tierna, triste, en ese cuarto.

Una, normalmente, asocia la genialidad con algo desbordante, con una especie de fulgor que de pronto te toca y te mueve hacia algún lugar desconocido. Sin embargo, en esa habitación, no hay nada así. Lo que te golpea en este caso es el vacío, la elección de esos pocos elementos necesarios, la falta de adornos, como si ella, mucho antes que nadie, se hubiera dado cuenta de que lo demás sobra, de que lo demás para qué. Sobre todo, allí leyó y allí padeció, porque su espacio de escritura lo tenía en otra parte. Para llegar hasta él hay que atravesar el jardín, pisar la tierra que ella pisó. Da como un temblor hacer eso. No se precisa tener demasiada imaginación para verla pasar delante de una, con aquellos vestidos mitad sin gracia mitad coquetos, tan delgada, quizás con un cigarrillo entre esos dedos que cuando cogían la pluma hacían desaparecer todo lo demás. No se precisa tampoco ser demasiado impresionable para que la atmósfera de realidad y de vaporosa fantasía te afecte. De repente vives recuerdos que no son tuyos pero que leíste tantas veces que llegaste, de algún modo, a comprender. No sabes, sin embargo, lo que comprendes.

El lugar está acristalado —protegido de manos ajenas, de presencias usurpadoras —; es la urna de una inteligencia, de un proyecto renovador de la literatura, de un esfuerzo inmenso, de un trabajo monumental. Ahí, sobre el escritorio, está su pluma. Puede que sea una tontería, pero llega al corazón, impacta en el sitio justo, que es aquel en el que se hace evidente que alguien muy especial es capaz de crear algo imperecedero. La consciencia de cosas así, en vez de producirnos envidia, deberían hacernos felices.

Lo que se ve desde el escritorio es un paisaje encantador, al que se accede a través de unas puertas. Puedes sentarte en sillas de jardín, colocadas para que experimentes la alegría del momento. Existe una imagen en blanco y negro de ese mismo espacio, con los integrantes del grupo Bloomsbury sentados allí, en asientos parecidos. Parecen divertirse.

Te los imaginas, claro, hablando de literatura y de arte pero también del último cotilleo londinense o del reciente enfado con el escritor tal o de la carta hilarante del personaje cual. Te los imaginas en su humanidad. A veces un poco crueles en sus juicios, otras tremendamente astutos, otras egoístas y otras apasionados, exaltados, revolucionarios. Es ahí donde está el brillo. En lo que consigues vivir a través de lo que lees, en lo que llegas a sentir a través de lo que vives.

Podría haber pasado horas y horas en ese jardín. De hecho, estuve varias en las que el tiempo no importó. El resto de habitaciones poseen el aire inglés intercalado con detalles creativos que se funden, que dialogan, ofreciendo una atmósfera distinta. O es posible que una ya entre en esa casa con la atmósfera puesta. Lo que tienen las casas de los otros, de esos otros que tuvieron cosas que decir al mundo, es que lo que percibes te llena de algo parecido a la esperanza.

Dudo que sea lógico, dudo que pase por el tamiz de la coherencia. Sin embargo, ocurre. Vas allí, estás un rato, y vuelves siendo la misma pero también otra. O un poco más tú porque un poco más otra. Lo que no deja de significar que para completar el rompecabezas que somos todos, esos interiores a veces tan desolados, a veces tan irreverentes, a veces tan sagaces o tan ingenuos o tan perdidos o tan valientes, necesitamos visitar hogares ajenos, mirar con ojos ajenos paisajes extraños y dejarnos llevar. Para ser, de verdad, seres propios, reales, libres.

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