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La negación de la historia

VEO THE DEVIL next door —o el nazi Iván el Terrible— con la certeza de que no voy a desentrañar lo que querría. Con esa intención, la de comprender el horror, asistió Hannah Arendt al juicio de Adolf Eichmann y después escribió un corpus teórico sobre la banalidad del mal que generó la polémica propia de la verdad dicha así, sin reservas. Esta serie documental se centra en la acusación de un hombre identificado como Iván el Terrible que es extraditado a Israel para ser juzgado. Pero no es un caso claro, no es una identificación segura, no hay pruebas absolutas que demuestren sin atisbo de duda que este hombre sea el otro.

Son pocos capítulos que mantienen con acierto la tensión y la incertidumbre. Hay indicios que parecen claros que son desmontados por la defensa de un plumazo y hay argumentaciones que la fiscalía derrumba a golpe de testimonios.

La duda planea sobre el documental entero, sembrada astutamente para producir momentos climáticos. Es la reconstrucción de los hechos, la colocación de las piezas, lo que hace efectivo el drama. Funciona.

Sin embargo, esta historia es espeluznante en sí misma. No necesita adornos macabros ni golpes de efecto porque, todo eso, ya forma parte de su esencia.

Tenemos a un hombre jubilado, de origen ucraniano, que vive en Cleveland con su familia. Es un barrio tranquilo y, por lo que parece, nadie afirma haber tenido ningún tipo de problema con él. Se le describe como una persona integrada en la comunidad, patriota, religioso, vecino ejemplar. Sus superiores en el que fue su empleo durante tantos años hablan de él como de alguien que cumple con su trabajo y no crea polémicas. Alguien que pasa desapercibido. Alguien al que quizá le interese pasar desapercibido.

De prontoThe devil next door, un día como otro cualquiera, la policía se presenta en su casa y lo detiene bajo la acusación de ser el llamado Iván el Terrible, el sadismo personificado de Treblinka, campo de exterminio judío construido por los nazis para cumplir su plan perfecto de la Solución Final.

Es identificado como el guardián de las cámaras de gas, que torturaba hasta el horror a los que ya entraban allí a morir. Para los supervivientes, el rostro de un hombre así no se olvida. O eso podríamos pensar, desde fuera.

En Israel lo meten en la cárcel a la espera de la celebración del juicio. Es un caso muy mediático, las cámaras lo entrevistan en su celda, los ciudadanos están pendientes de su suerte. Él insiste en que todo es un error. Que lo han confundido con otro. Parece tranquilo, sonríe bastante; podríamos decir, a la vista de las imágenes, que lo lleva bien. Y nos puede chirriar que, precisamente, lo lleve bien, dada la acusación terrible. Es aquí, desde aquí, cuando la sospecha se cierne sobre el hombre. Su actitud. Una reacción humana, pero peligrosa. Todo juicio necesita pruebas incontestables.

Comienza el espectáculo, con un abogado defensor que responde al arquetipo de codicioso con pocos escrúpulos y una fiscalía que aparentemente está bien armada, es sólida. La sala se llena y la tensión se respira. Es un supuesto nazi, uno de los más terribles, y está entre judíos, y la historia ha cambiado. Hay, por supuesto, sed de venganza. Hay emociones desbordadas. Hay ansias de condena. Se comprende la dificultad de contener algo así.

El momento álgido es el de la subida al estrado de tres supervivientes del campo. Nadie puede siquiera acercarse a un dolor igual. Los tres lo identifican. Pero luego ocurren cosas.

Mientras tanto, el hijo del presunto asesino y, sobre todo, el yerno —quien parece haber nacido para ser el portavoz de la familia, el líder de la causa— se ocupan de la recaudación de fondos y de la campaña en apoyo de aquel que fue, hasta aquel día, ciudadano libre de toda sospecha.

La intriga está servida. Sin embargo, más allá de eso, está el escalofriante relato de una verdad que nadie debería poner en duda —aunque sabemos que sí, que todavía hay negacionistas con sus ideas absurdas y contaminantes—: Treblinka, Sobibor, Mauthausen, Autschwitz, existieron. Y el mal, como concepto y como acto. En todas sus temibles y espeluznantes variaciones. No se olviden de que la semilla se esparce negando la primera evidencia.