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No es sueño, sino hechizo

RECUERDO AQUELLA noche en que leí sin descanso, casi sin aliento, con ese impulso arrebatado que no procede exactamente de dentro, sino de muy dentro o muy debajo de una. Algo tan bajo tierra y bajo todo que, en algún punto, enlaza con lo externo, con lo universal, y se confunde. Así leí, del tirón, ‘Los Buddenbrook’, de Thomas Mann. Y a la mañana siguiente no tuve sueño, sino hechizo.

Recuerdo, años después, haber entrado en una librería de viejo en Santiago y haber comprado ‘Las vírgenes suicidas’, de Geoffrey Eugenides. Soy perfectamente capaz de revivir de nuevo aquella atmósfera de extravagancia pegajosa, imposible de eludir. Y al cerrar el libro recuerdo que no sentí angustia, ni desagrado, sino encantamiento.

Recuerdo la risa, loca, sin freno, proveniente de la lectura de ‘La cantante calva’, de Eugène Ionesco. Recuerdo que estudiaba en el instituto, aún. Que quería escribir, que quería resistir, que quería reírme así siempre. Por lo incomprensible, por lo desencajado, por todo lo que choca y no se detiene y sale despedido en forma de verdad nueva y rara y alucinante. Todavía hoy, sí, esas carcajadas al mundo.

Que me traen a una lectura de ahora, de semejante hilaridad: ‘Me casé por alegría’, de Natalia Ginzburg, una pieza teatral corta, precisa, que crea un espacio propio donde conviven el dolor y el ridículo. Lo que sale de esa convivencia no es rechazo, es fascinación.

Recuerdo antes, la etapa de toda la novela inglesa del siglo XIX y toda la Francia de primera mitad del siglo XX y Rusia y Alemania. Recuerdo los estantes y la colocación de los libros en ellos y la emoción de ir recorriendo un camino único. Que podría parecerse al del resto de la humanidad lectora. Esa cualidad, lo singular y lo universal en una misma emoción que te lleva a una mirada. Es bueno, me parece, mirar así.

Con especial impacto recuerdo ‘Nudo de víboras’, de François Mauriac y ‘Servidumbre humana’, de Somerset Maugham. Dos títulos (y dos historias tras los títulos) tan acertados que pueden aplicarse a cualquier situación, en cualquier espacio, en cualquier tiempo.

Recuerdo joyas, punzantes joyas, siempre cerca. ‘Juventud sin Dios’, de Ödön von Horvath, una impresión que durará más allá de la vida y una Centroeuropa literaria eterna, constantemente por descubrir. ‘El reencuentro’, de Fred Uhlman, un autor alemán, de origen judío. Cómo no recordar, aquí y ahora, los años de ahondamiento en el Holocausto, en la cuestión judía, en esa historia que jamás termina, que jamás se resuelve. Hace tan solo unos días acabé de leer ‘Ya sabes que volveré’, de Mercedes Monmany, en el que recorre las cortas y trágicas vidas de tres escritoras asesinadas en Auschwitz. Pero no murió porque no pudieron matarla. La literatura no muere. Monmany no solo escribe sobre estas tres autoras sino que traza un recorrido por la esencialidad de lecturas en torno, al lado, delante y detrás de ellas. Nunca solas. Como la verdad, como lo auténtico.

Y recuerdo, claro, la poesía. Ravindranath Tagore en mi recordatorio de Primera Comunión. Antes, me veo recitando a Rosalía en un colegio de León, donde vivía entonces. Y León, pero Felipe, y Machado, y Lorca y Dickinson y Cavafis y Hölderlin y Cummings y Pizarnik y Baudelaire y, y, y. En aquella librería de Pontevedra llamada Michelena que ya no es. Más existe. Como la totalidad de autoras y autores que escribieron sobre lo odiado, lo amado, lo heroico y lo tierno, lo inútil y lo brillante que hay en nosotros.

Recuerdo leer y recuerdo la necesidad. Recuerdo la tristeza de librerías que cierran, de estanterías vacías, de palabras lejos y sin posibilidad de aproximación. Me acuerdo de que hay que acordarse de los libros o de las revistas o de las pantallas en las que aparezcan frases que digan tanto que todo lo que venga después sea distinto. Que todo lo que sea mirado, a partir de ahí, sea sorprendente, y muy luminoso o muy oscuro y muy terrorífico o muy apasionante y muy espectacular o muy absurdo. O todo eso al mismo tiempo.

Y mucho más, pero nunca demasiado, al mismo tiempo.

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