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Perseguir las historias

EN LOS VIAJES que hacemos, en los lugares que recorremos, sean lejanos o no, sean conocidos o extraños, entrañables, inhóspitos, atestados, bucólicos o todo al mismo tiempo, siempre hay historias que contar. Normalmente no las captamos porque no disponemos del tiempo suficiente; existen, cuando estamos de vacaciones, otras cosas que observar y un cierto dejarse llevar por la brisa o por el tsunami del turismo, eso depende de la zona por la que nos movamos. Sin embargo, ellas están ahí, historias que cuentan retazos del pasado, esplendor antiguo y miseria humana, sueños de grandeza, acciones gloriosas, comportamientos deleznables, sufrimientos indecibles.

Dos de los pueblos por los que he pasado estos días tienen, muy cerca de la plaza principal, del punto más visitado, un museo de la tortura. Así somos. Conservados sus edificios de manera espléndida, resulta relativamente fácil retrotraerse a tiempos pretéritos mientras se camina por sus callejuelas sinuosas. Lo que se celebra hoy, no obstante, lo que se admira hoy, es la belleza de esto o aquello, o quizá debiera decir lo que se señala como bello de aquí y de allá. La fealdad se suele convertir en historia cuando apela a algo que también está dentro de nosotros aunque no lo queramos ver o reconocer o lo rechacemos de manera tajante.

La historia de la familia Manson está de nuevo en las pantallas, de nuevo con su polémica, otra vez con el consiguiente repaso pormenorizado del suceso por parte de los medios más variopintos. Ayer se cruzó conmigo un hombre con una camiseta que ponía "Helter Skelter". Admirador de los Beatles o de Charles Manson. No lo sabemos pero podríamos investigarlo porque ahí puede haber algo interesante que contar. Acabo de ver 'Voyeur', el documental que nos adentra en la historia de un individuo que se compró un motel para poder espiar a los clientes. Parece ser que el asunto de mirar a los demás ya le venía de atrás y que llevaba años pensando cómo hacerlo. Lo del motel en venta fue una oportunidad, según él. Se construyó un mecanismo de ventilación apropiado para la, digamos, observación ilícita, y colocó unas rejillas en los techos de cada una de ellas. Después se hizo un cuarto de operaciones y allí se pasaba las jornadas, mirando y escribiendo un diario.

A Gay Talese le interesó esa historia y a quién no. Se labró su confianza (o eso parecía) durante muchos años y, desde el momento en que supo la historia, quiso contarla. Pero el hombre no quería que desvelara su identidad y el periodista esperó y esperó, sin perder la relación, ni con él ni con su mujer, porque estaba felizmente casado y su esposa era conocedora de la actividad en cuestión. Por lo demás eran —o parecían— personas de lo más normales, tranquilas, amorosas, de vida apacible. No se relacionaban demasiado con la gente, pero, por lo demás, sin indicios de cosas extrañas. Finalmente, el hombre accede a revelar su nombre y Talese comienza a construir la historia. En el documental ese proceso de escritura se va entremezclando con información sobre la vida y la obra de este icono del llamado nuevo periodismo americano. Lo más interesante —aparte de la alucinante historia del voyeur en su motel— es el proceso de creación, la preparación para la publicación y las dificultades que van surgiendo.

Y, sobre todo, las reacciones ante esas dificultades, las idas y venidas de una relación de confianza mutua, de ese pacto entre el informante y el informador que prácticamente nunca se entiende. Es interesante porque es justo ahí, en ese punto, donde empieza el abismo, donde cada parte tiene que lidiar con sus propios miedos, con sus propias preguntas, con sus propias barreras. De la manera en que el periodista gestione eso, la historia será grande o menos o no será apenas historia. En este caso, The New Yorker publicó la crónica y después salió un libro envuelto en polémica. Si no vieron el documental, no se lo pierdan, está en Netflix.

Los periodistas a los que hay que seguir son los que siguen ellos mismos la historia hasta el final, hasta sus últimas consecuencias, manteniendo sus códigos éticos y profesionales intactos. O casi. Porque, aunque historias hay por todas partes, no son tantos los que son capaces de perseguirlas y después escribirlas tan bien.

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