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Aún podemos ser mejores

"Hace un año fuimos al cole por última vez el año pasado". Lo recordó esta semana mi hija mayor, que no olvida que pocos días después era el cumpleaños de su amiga y no lo pudo celebrar, que hace seis meses que no ve a su bisabuela o que ni siquiera se llegó a despedir del que fue su colegio y sus compañeros. Que hace un año nos confinaron.

Solo la idea de que aquel coronavirus, entonces desconocido, que nos había metido de golpe en una película apocalíptica pudiese matar a una persona nos ponía los pelos de punta. El primer estado de alarma, las primeras mascarillas... nos quedaban demasiado lejos. Cerrar quince días las tiendas, los bares... sonaba preocupante pero necesario. Solo quince días, dijeron. Empezamos a teletrabajar y a instalar aulas en casa.

Y entonces descubrimos que construimos pisos demasiado pequeños, que necesitamos la luz del sol y las ventanas como las plantas para vivir, o que a este ritmo de consumo acabaremos por destruir el planeta. Que si dejamos espacio a la naturaleza esta recupera su lugar y te obsequia con cielos limpios, aguas cristalinas, delfines jugando libres frente a la costa, especies casi desconocidas asomando la nariz por los parques...

Hace un año enviamos lazos de solidaridad desde la ventana y nos unimos a través de la radio, del zoom y el balcón. Cantamos y aplaudimos y entendimos el valor de la Sanidad pública. Que el personal médico y de enfermería, auxiliares de clínica de limpieza que mantenían a pleno rendimiento los hospitales eran los héroes que nos iban a salvar de Todo Esto. Comprobamos que el papel del supermercado es esencial y el del distribuidor que garantiza el abastecimiento de alimentos (y, sorpresa, del papel higiénico) también. Hace un año que nos dijimos que de esta saldríamos más reforzados, más solidarios, más humanos, más ecológicos. Que seríamos mejores. 

Sin embargo, 365 días después asistimos atónitos, con una generación entera herida de muerte y bastante más pobres a espectáculos políticos más dignos de una comedia de lo absurdo que de un Parlamento de un país que quiere situarse en la vanguardia del mundo. Hoy se cuentan por decenas de miles los muertos oficiales, pero nunca sabremos ni las condiciones en las que tantos se han quedado en el camino. Miras alrededor y ves mascarillas huérfanas y más plástico en la arena de la playa, personas con poder que se cuelan para ponerse la vacuna, filas enteras de bajos cerrados y colas que asustan en los comedores sociales.

Yo quiero seguir creyendo que es posible cambiar las cosas. Como los miembros de Amencer que empujan a Rosa, una pontevedresa con parálisis cerebral, para que cumpla su sueño de ser escritora; o como Chus y los compañeros del Club de Ciencia del IES Frey Martín Sarmiento, que trabajan para que los jóvenes conozcan la trayectoria de las mujeres que han obtenido un Premio Nobel. Como Ana, que durante el confinamiento llevó la compra o preparaba postres a su vecina de noventa años y se lo dejaba en la puerta... O en la emoción de aquella sanitaria a las puertas del hospital después de una guardia agotadora ante los aplausos de los vecinos.

A veces pienso en Bego preparando vídeos para sus alumnos de Infantil, en Lola y en Óscar, pegados a la pantalla para atender a sus alumnos del instituto, ayer en el confinamiento y hoy en el aula. Y recuerdo a mis profesores de EGB, cuando nos decían que nosotros podríamos cambiar las cosas. O observo con qué mimo mi pequeño toca la tierra para plantar por vez primera un guisante y creo que sí, que hay esperanza. Que no es necesario tener veinte años para soñar y creer que puedes conseguirlo casi todo. "Que nunca te quede la sensación de no haberlo intentado", me dijo alguien una vez. Y en esas estamos, todavía, un año después.

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