Blog | A lume maino

Como niños en la nieve

Esta profesión demuestra que somos capaces de lo mejor y lo peor

La nieve, con ese poder que tiene de silenciar las calles y convertirlas en idílicos lugares de postal -da igual si oculta un bosque de árboles centenarios, un paisaje de montaña, un barrio sin luz-, nos ha dado una vuelta de tuerca más esta semana postNavidad de titulares históricos. Y yo que me asomo a las redes de semana en semana, en los últimos días solo he visto paisajes nevados en los recuerdos de manoplas de lana empapadas y trineos improvisados con bolsas de basura. O ahora a través de una pantalla, y ya no sé si indignarme y salir corriendo o quedarme a contemplar ese collage de fotos blancas y post apocalípticos, en que se ha convertido la vida alrededor de la covid.

Para sobrevivir me agarro a los 4x4 que abren caminos entre estampas en blanco y negro y a las respuestas masivas a los bancos de alimentos con las estanterías vacías. A quienes se preocupan por la desaparición de abejas y libélulas, o custodian también en invierno las aguas del Mediterráneo tratando de evitar que se trague más vidas, a quienes entregan su tiempo para cocinar en un comedor social, acercan la compra a un anciano que vive solo o investigan los grandes males del mundo aun en la sombra y en condiciones precarias. Porque si algo me demuestra esta profesión es que somos capaces de lo peor y también de lo mejor. Solo hay que abrir un periódico.

La actualidad viene tan cargada de miseria diaria, de odio, de manipulación y maltrato... que una, que respira entre noticias, necesita por salud emocional encontrar historias que equilibren la balanza y nos devuelvan la esperanza en el ser humano. Por eso, unos versos son un oasis en el desierto de las redes. Una charla con un profesor que quiere darle la vuelta al mundo, con una médica que ha encontrado una vacuna, sienta como una brisa que calma; una canción sobre el mar de Arousa es una ventana que se abre cuando el aire se vuelve irrespirable. 

No me gusta el mundo tal y como nos está quedando: deforestado, contaminado, machista (todavía tanto), egoísta, amordazado, rodeado de mentiras, desigual. Y esta pandemia que nos advierte de nuestra vulnerabilidad, que nos recuerda que dependemos de la naturaleza y no al revés, esta covid que nos aísla y nos encierra en nuestras casas, no facilita las cosas.

Me enfada pensar que en seis meses no hemos podido visitar a nuestros mayores, que hace casi un año no abrazamos con los brazos abiertos de par en par y que en las consultas de los psicólogos detonan más problemas confinados cada día. Y esto todavía no solo no ha terminado sino que vamos en caída libre hacia horas difíciles. He oído a opinadores decir que a los políticos les falta altura de miras y valor para tomar decisiones impopulares y a los ciudadanos responsabilidad. Y yo no sé a qué esperamos para dejar de dar vueltas y tomárnoslo en serio.

Entonces pienso en mi madre y en lo que me habría gustado recorrer con ella una ciudad como Pontevedra. Mostrarle la fuente de los niños, el centro histórico, pasear por el Lérez, el majestuoso y decadente Pazo de Lourizán. Tomar un chocolate en el Café Moderno mientras le cuento que allí entrevisté a una de mis escritoras preferidas. Una tarde de compras, una puesta de sol frente a Tambo y algo más.

Y pienso cuánto tiempo estamos perdiendo, como niños jugando en la nieve. Cuántas veces veremos las calles enmudecer. Cuántas olas tendrán que romper para que seamos capaces de anticiparnos a la pandemia y acabar de una vez con este frío.

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