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La soledad

De todas las cosas que se han escrito y dicho sobre el coronavirus, hay una que me corta la respiración directamente y me mantiene secuestrado el sueño: la soledad de quienes pasan la cuarentena solos. La de los enfermos que permanecen aislados en sus casas o en la habitación de un hospital. Las horas graves de la incertidumbre con el miedo anclado a la camilla. Y en los casos más extremos, al menos hasta las nuevas medidas aprobadas, la marcha sin despedida. Sin la mano querida, sin el aliento de las personas importantes, sin la mirada cómplice. Entre sábanas frías. Sin entender nada. 

La semana pasada me escribió una amiga para contarme que su madre llevaba ingresada varios días en un hospital gallego infectada por coronavirus, pero que no la habían llamado para decirle qué tal está, que no lograba contactar con nadie y que pese a entender que los sanitarios se dejan la piel y no dan abasto, la angustia de la espera, la falta de noticias se hacía insoportable. 

Los profesionales lo saben y por eso no se cansan de salir a la puerta de los hospitales cada día a las ocho de la tarde, no solo para responder a los aplausos que reciben, sino también para decirnos que están ahí cuidando de los nuestros, dándoles ánimos. En algunos lugares marcando los números de los familiares para hacer videollamadas, para que los pacientes puedan acercarse a los suyos. En otros acariciándoles la frente, dándoles la mano. Despidiéndose cuando no puede haber nadie más para hacerlo. 

Una abuela de casi ochenta años que vive sola me contaba que todos los días enciende los dos televisores que tiene en casa, uno en el salón y otro en el dormitorio, y pone la radio en la cocina. Después, al tiempo que habla por teléfono para sentir la voz de sus hijos y nietos, pasea por la casa para hacer algo de ejercicio. "Y allí donde hay música, algo de alegría, me quedo", dijo. 

Menos mal que nos queda la música. Las canciones felices para saltar en un cuadrado, para improvisar una divertida clase de gimnasia. Las más marchosas para organizar un concurso de baile en el salón de casa. Las de ayer para recordar. Y todas, para sentir. Las teclas de un piano, la poesía hecha canción, es precisamente el refugio donde algunos encontramos una ventana abierta en estas noches tan extrañas. 

Del poder de la música se ha escrito mucho. han escrito muchos. "Sin música, la vida sería un blanco para mí", escribió Jane Austen. Escucharla nos permite trasladarnos a otras épocas, evocar viejas emociones, ralentiza el ritmo del corazón. Nos devuelve la tranquilidad y la belleza cuando la vida se vuelve tan fea, o nos da fuerza cuando nos sentimos débiles. Por eso creamos listas de canciones para no parar de llorar, para reír, para bailar como si no hubiera un mañana... 

Quizás por eso aún no nos hemos cansado de cantar Resistiré con la esperanza temblando en la garganta, por eso ponemos altavoces en la terraza cada día y por eso hay quien ahoga el silencio de la madrugada con los acordes de un piano mientras escribe y piensa en la soledad de los otros.

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