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El poder de las palabras

La educación a temprana edad para concienciar a los jóvenes debe ser la solución para acabar con una violencia que campa a sus anchas

QUE UN malentendido por un teléfono móvil haya sido el desencadenante de una paliza mortal, da miedo. Una sociedad que desprecia, rechaza u odia a sus semejantes por cómo aman, o por dónde han nacido, por el tamaño de su cintura o los remiendos de sus bolsillos asusta. Que un partido político con representación en el Parlamento señale con el dedo a sus críticos para que algunos le exijan responsabilidades, muestra el camino hacia el que vamos. Hemos normalizado la agresividad en las palabras, en los gestos. Desde los platós de televisión donde desde hace años se dedican a lapidar a personajillos con hambre de fama y a reírse de ellos tras sacudir sus miserias en público, hasta el Congreso, donde el grado de crispación es a veces tan elevado y los argumentos tan zafios que fulminan todo diálogo y crítica constructiva a base de descalificaciones y mentiras. 

No importa mentir si es por una buena causa, si beneficia a mis intereses particulares, parecen decirnos desde el atril. 

Hace un par de décadas, estaban en el punto de mira social los videojuegos, muchos de ellos violentos, se legislaba para proteger al menor en los horarios en los que podía estar viendo la televisión para que los contenidos fueran apropiados, se buscaba rebajar la cantidad de sangre y golpes para preservar a los más vulnerables. 

Sin nombre

Hoy la violencia fluye sin límites por los canales globales que tenemos a nuestro alcance desde edades tempranas. En las redes sociales el anonimato da alas a los insultos y las amenazas. Uno casi dice lo que le da la gana porque no tiene que rendir cuentas ante nadie y se llega a extremos insoportables. En las páginas de contenido sexual, la violencia también campa a sus anchas, no como parte de una fantasía aceptada por iguales, sino como abuso, cosificación y anulación del otro. 

Durante el curso escolar en una clase cualquiera de un instituto, alguien gritó en un cambio de clase: "¡Maricón el último!". Los chicos de primero acudieron corriendo. Fue tan gracioso que el simpático de turno lo repitió al día siguiente. Dos compañeras les recriminaron lo que estaban haciendo. ¿Y qué pasa por ser gay?". Algunos se rieron. La tercera vez la tutora les habló de la importancia de las palabras, del peso de lo que se dice. Organizaron una charla y una experta les habló sobre la libertad de elegir, sobre la identidad sexual, el valor del respeto. La cuarta vez nadie acudió a la llamada y el chistoso cambió su juego. Educar en el respeto funciona, en la responsabilidad individual. Mostrar los límites, la diversidad, enseñar a ponerse en los zapatos del de enfrente... parecen obviedades, pero no deben de serlo tanto cuando asistimos a un aumento de casos de acoso escolar, de suicidios de menores que se ven acorralados, de violencia de género a edades cada vez más tempranas, de agresiones racistas u homófobas. O de Samuel. Entre sus agresores también había menores. 

Como siempre, es trabajo de todos que el futuro sea un futuro sin violencia. Se combate desde las sobremesas el atril del Congreso, los juzgados, las páginas de los periódicos, desde el arte y la poesía. 

Y sí, contra el odio, la mejor fórmula es el amor. Empatía, compromiso, generosidad, cariño... Palabras que deberían integrar de alguna límidiario. No sé, quizás así fuésemos un poco mejores. Hay quien dice que no tenemos remedio, pero yo no me lo creo. 

Ahora que ansiamos recortar las distancias y nos besamos a leves codazos, tal vez podríamos empezar a matarnos a besos.