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Barricada de oídos sordos

Faltan luces, sobran llamas. MARTA PÉREZ (EFE)
photo_camera Faltan luces, sobran llamas. MARTA PÉREZ (EFE)

ESPAÑA VUELVE A ser una barricada, como cuando estudiaba en la universidad en Bilbao en aquellos plomizos finales de los ochenta. Casi me había olvidado y ahora no puedo apartar la vista de las imágenes de las manifestaciones, como si las hubiera echado de menos pero no me atreviese a reconocerlo, como si aún quedara algo de aquel chaval con mala cabeza, peor criterio, curiosidad malsana y un futuro que estropearse.

Casi no recordaba esos rostros desencajados por la rabia, los cordones policiales, las soflamas. Casi no recordaba lo mucho que me gustaban, lo necesario que todo eso se revela en el momento menos esperado, cuando ya casi todos lo habíamos olvidado, cuando la ciudadanía ya está hasta las narices y no pasa por una más. Cuando decide que hasta aquí hemos llegado y que de aquí en adelante mandan sus santas pelotas. Cabreo del sano, política de la buena.

"Los delincuentes están dentro, nosotros somos el pueblo", le gritaban a la cara tres o cuatrocientas personas a la treintena de agentes que protegían la puerta. Hasta ellos tenían expresión de estar de acuerdo, de saber que los que gritaban tenían razón, de resignación porque su deber les impedía tirar sus cascos y sus porras y ponerse del otro lado, a gritar "ladrones" con toda la convicción de la que solo es capaz una masa harta de soportarlo todo en silencio.

Fue el jueves, en Portugalete, en una de esas calles de mis recuerdos por donde los manifestantes y los policías se corrían a leches. Vitori, una vecina de 94 años, se había quedado en la calle porque una banda mafiosa de okupas había entrado en su casa el sábado anterior, aprovechando que la mujer había ido a visitar a su hermana. Ni a por unas bragas limpias la dejaron entrar. En el juzgado recogieron su denuncia y le pusieron fecha al juicio: 20 de noviembre, hasta entonces no había nada que hacer.

¡Vaya si había que hacer! Ese jueves por la tarde sus vecinos empezaron a concentrarse frente a la puerta de la casa de Vitori, con los okupas dentro. Poco a poco se juntaron más de trescientos. Los policías apenas consiguieron frenar un par de intentonas de entrar a por ellos. "Los delincuentes están dentro", les gritaban. Al final de la tarde, los propios okupas suplicaban la protección de los policías para abandonar la casa. Vitori se la encontró hecha un desastre, pero volvió a dormir en su cama.

No sé qué pensión cobra Vitori, probablemente menos de lo que necesita. Como la gran mayoría de los miles de jubilados que el miércoles chocaron contra el cordón de seguridad formado para que no se acercasen al Congreso, como si lo fueran a ensuciar con su soberanía arrugada y su incertidumbre madura.

Muchos habían llegado a Madrid caminando, en columnas que habían salido del País Vasco y de Andalucía. "La dignidad está en la calle. Se lo diremos a esta clase política", gritaba una mujer, una más que hastiada de pedir cree que ya ha llegado el tiempo de exigir. Tampoco la Luna, algunos son modestos hasta en la indignación: garantía por ley de la actualización anual de las pensiones y que se establezca la pensión mínima en 1.080 euros. Llevaban muchas banderas, de Euskadi, de Valencia, de Galicia, de Extremadura, de Andalucía... y no quemaron nada. Ni una triste papelera. A lo mejor es por eso.

En As Pontes sí que saben quemar. Sobre todo carbón, pero a estas alturas ya les vale cualquier cosa que arda y permita seguir viviendo a miles de trabajadores, familias y autónomos de la zona. También se fueron esta semana a callejear por Madrid, a gritar que se les está quemando el futuro, rodeados por un cordón policial. Pero era una manifestación de bajas emisiones, tan digna en su modestia que chocó contra una barricada de oídos sordos.

Como los manifestantes silentes de A Mariña, que la única luz que pueden permitirse encender es la de las alarmas. Cada semana salen a la calle a rabiar un rato por una tarifa eléctrica que les han prometido tantas veces y desde tantos partidos que parece que los quieren encender a propósito. Pero parece que las calles iluminadas solo por la angustia y la entereza no venden, no interesan. Solo hay ojos para las que lucen con las llamas de los contenedores y los coches ardiendo, aunque nadie entienda qué se quiere conseguir con ello.

Normal, dan mucho mejor en televisión y comprometen menos. No sé, a lo mejor es que a nosotros nos va llegando el momento de asumir el juego y de hacernos escuchar, el momento del cabreo sano y la política de la buena. Y que se ilumine Lugo.