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Blasfemos

Abrir la boca en este país sin que alguien se dé por ofendido o sin ser condenado empieza a ser un auténtico milagro

Una de las procesiones de Semana Santa. AEP
photo_camera Una de las procesiones de Semana Santa. AEP

EN MI PUEBLO siempre fuimos muy de blasfemar. Blasfemar como Dios manda, sin ofender, como seña de identidad ligada a nuestra habla desde hace generaciones, aprendida a la vez que las primeras palabras y plena de matices, tonos, intensidades y dejes. En mi pueblo hay tantas formas de cagarse en lo más sagrado como palabras en gallego para nombrar a la lluvia.

Uno no se da cuenta ni le da mayor importancia hasta que no sale de la tierra y comprueba que el resto no lo hace igual, ni siquiera lo hace bien. Será la falta de costumbre y o de respeto por lo propio, pero en otros suena hasta ofensivo, demasiado árido, violento, desagradable. Hay gente, mucha, que no tiene ninguna gracia para los juramentos, que en su boca suenan barriobajeros y, sobre todo, innecesarios, no aportan nada.

Por eso yo, y supongo que casi todos los de mi pueblo, intentamos no jurar cuando estamos fuera, por respeto a la tierra: por algo Gonzalo de Berceo anduvo nuestros caminos y determinó que exactamente así, como hablábamos nosotros, es como se debía hacer de ahí en adelante. Pero es volver al pueblo, cruzar el cartel que anuncia "Badarán, vino, chorizo y pan", y volver al "me cago en..." encajado en cada frase, preciso, limpio, necesario. Un argumento en el bar o en la bodega sin una blasfemia bien dicha por medio es más inútil que sulfatar la viña con lluvia, no te hace caso ni Cristo, es como si no te oyeran o, peor, como si no fueras de allí.

Será por eso que en mi pueblo no nos cagamos en Alá, no por miedo, sino porque no hay confianza ni cariño

Por supuesto, en esto también hay clases, no todos lo dominan igual, igual que no todos saben cantar jotas. No basta con querer, hay que valer. Los hay más barrocos en el uso del juramento, más floreados, más contenidos y quien se pasa por la piedra a Dios, a la Virgen , los clavos de Cristo, el santo misterio, el copón bendito y dos o tres santos más que andaban por allí en la misma oración.

Por supuesto, en mi pueblo cagarse en Dios no tiene nada que ver con Dios, al que se le tiene aprecio sincero, unos más y otros menos, a veces según haya ido la cosecha, pero siempre con respeto, como si fuera ya uno más del pueblo. Digo yo que será por eso que no nos cagamos en Alá o en Mahoma, no por miedo, sino porque no hay confianza ni cariño, nadie les ha dado vela en nuestro entierro.

No me hago a la idea, por ejemplo, de escuchar a Don Pedro poniendo a Alá patas arriba. Don Pedro era el hermano de Don Alejandro, los dos curas que durante más de cuatro décadas fueron párrocos de Badarán. Con ellos confesé mis primeros juramentos y mis primeros pensamientos impuros, que quién me los diera ahora. Nunca los vi sin sotana ni alzacuellos, lo que no quita para que Don Pedro se hubiera hecho un nombre en los frontones de toda la comarca por sus juramentos en los partidos de pelota a mano cuando se jugaba el Torneo Interpueblos. No era para menos: impactaba ver a aquel hombre vestido de sotana levantarse en medio del partido y oír su reproche al zaguero que había mandado la pelota a la chapa, remachado por un oportuno "me cago en..." que el eco de las cuatro paredes del frontón amplificaba y dejaba sonando en el aire durante unos instantes. Eso no hay cristiano ni infiel que lo olvide, aunque los de allí ya no le dábamos mayor importancia, por la costumbre y porque, qué narices, el hombre solía tener toda la razón, de pelota a mano sabía latín.

Viene todo esto a que esta semana acaban de condenar por blasfemo a un chaval de Jaén que subió a sus cuentas en las redes sociales un fotomontaje en el que había sustituido por su rostro el serostro del Cristo de la Amargura, conocido en su pueblo como El Despojado, ellos sabrán a santo de qué. El caso es que la Hermandad de la Amargura —otra cosa no tendrá el catolicismo, pero de salero para poner los nombres van sobrados, es que es leerlos y apetecerte— se sintió ofendida en sus sentimientos religiosos, sin que nadie haya aclarado muy bien por qué motivo. Lo poco que sabemos es a través del escrito de acusación de la Fiscalía, que consideró el fotomontaje una "vergonzosa manipulación del rostro de la imagen" que suponía "manifiesto desprecio y mofa hacia la cofradía con propósito de ofender".

Que también son ganas de ofenderse. Será porque en mi pueblo no teníamos tan claro como el fiscal de Jaén cuál es el rostro de Jesús, y por eso le poníamos cada año el de uno de allí. Cada Semana Santa, un joven diferente era elegido para hacer de Jesús en la procesión, y se lo tomaba como un honor creyera o no. La mayoría de los elegidos se dejaba incluso crecer la barba y el pelo los meses antes, para meterse más en el papel; luego se le ponía una túnica blanca, una corona de espinas y cargaba con la cruz al hombro al frente de la procesión por todas las calles, con todos los blasfemos detrás cantando "perdona a tu pueblo, Señor/perdónalo, Señor". Y si al subir por la Revuelta, que es una cuesta bien jodida, Don Pedro le preguntaba "¿qué, cómo vas?", el Jesús de temporada le respondía: "¡Bien, pero no vea como revienta esto la espalda, cagoncristo!". No recuerdo que hubiera fiscales en la procesión, pero allí no se ofendía ni Dios.

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