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Desescalada entre los árboles

Juzgamos con la falsa superioridad de los domesticados por la experiencia, somos unos tristes
Restos de un botellón. ARCHIVO

Ustedes ya estarán de desescalada a tope, igual hasta con una resaca monstruosa como las de siempre, porque ya no son los de antes, pero mucho más llevadera porque el reseco y la arcada y el clavo en la cabeza tienen el regusto de la libertad, ahora que todos somos madrileños. Disfruten, bien merecida se la tienen. Y envidia que me dan. 

A mí la desescalada me ha pillado en el baño. Se ve que desorientado ante el fin del estado de alarma, que hasta ayer era una afrenta a nuestras libertades y desde hoy es el principio del Apocalipsis, mi cuerpo, que ya me va conociendo, ha decidido imponerme restricciones personales, sin control autonómico ni judicial: gastroenteritis aguda. Algunos efectos son parecidos a los del covid-19, pasas tanto tiempo en la taza que al final pierdes hasta el olfato, y el gusto tampoco te sirve de gran cosa cuando pasas tres días a agua con bicarbonato y caldos insípidos. 

Tendré que asumir que mi cuerpecito tiene estas cosas cuando se empodera y que él ha asumido que ya no saca nada en claro hablándome con la cabeza, que presto más atención a zonas menos nobles. Lo mío está siendo una desescagada, cuando mis nietos me pregunten cómo viví aquella noche en la que el país recuperó por un momento su inconsciente felicidad tendré que simular algún brote de demencia senil y contarles algo de la mili. Que tampoco hice, por cierto, pero yo no tengo la culpa de ser el abuelo de esos mocosos preguntones. 

Sigo la desescalada de manera vicaria, desde la ventana de la galería que da a O Carme, desde donde he vivido buena parte del confinamiento. Últimamente veo más cuervos y menos pájaros de otras especies, como palomas; tampoco las echo de menos y no tiene nada que ver con este tema, pero el caso es que últimamente veo muchos cuervos. 

Son mucho más interesantes los plumajes y los vuelos rasantes y los rituales de apareamiento de los adolescentes que van llegando a la desordenada arboleda a medida que avanza la tarde. Hace un día de postal y la zona donde hacen el botellón no puede estar mejor pensada: resguardada, acondicionada, discreta y alejada lo suficiente de las casas como para que nadie se moleste ni poniendo empeño. 

Una vez se adentran entre los árboles apenas los veo, pero me llegan las risas, los gritos, las canciones, los desafíos, el sindiós de los años primeros. Al principio, hace meses, los miraba mal, los juzgaba solo con los ojos del confinamiento y el miedo, con la falsa superioridad de los domesticados por la experiencia. Luego, poco a poco, fui cayendo en la cuenta de que había mucho de envidia e incomprensión de quien ya había olvidado esos momentos. O si no olvidado, sí matizado e idealizado con la autoindulgencia de la memoria. 

Tengo un hijo que cumplió 16 años en pleno confinamiento domiciliario y ha cumplido 17 en restricción. Ahora está en su habitación, pero debería estar ahí abajo, apedreando cuervos y desplegando su pelaje, apestando a hormonas. No lo está porque no quiere, por responsabilidad con su madre, con su hermana y conmigo. Él podrá sentirse orgulloso cuando le cuente a mis nietos qué hizo en la madre de todas las desescaladas. 

Es verdad que tienen toda la vida por delante, pero también que solo se tienen 17 años una vez. Pienso en mí mismo a su edad y no se me ocurre mejor sitio para tener 17 años esta tarde. Es más, pienso en mí mismo ahora y también me gustaría estar entre esos árboles. Si hubiera baño, claro, ya no tengo edad para cagar en el campo y sería embarazoso contárselo a mis nietos.

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