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Fracaso por poderes

Hacía tiempo que no se veía a alguien fracasar tan bien como Casado, solo que a él lo fracasaron
Casado besa a su mujer en Servilla. EFE
photo_camera Casado besa a su mujer en Servilla. EFE

HE SEGUIDO con más atención de la que esperaba de mí mismo el congreso del advenimiento de Feijóo. Me sorprenden la complacencia, viniendo el PP de donde viene, y la fanfarria, yendo el PP solo a lo que iba. Tampoco juzgo, a buen hambre no hay pan duro y cada quien gestiona sus ilusiones como buenamente puede, el caso es estar a gusto.

Lo mío era más de interés humano, curiosidad antropológica: empatía del fracasado, se podría llamar. Es algo que no puedo evitar, que no tiene que ver con ideologías ni razones: siento una extraña proximidad con los fracasados, tal vez porque busco en ellos detalles, curvas, actitudes, traiciones, limitaciones que me ayuden a comprender mejor mi propio fracaso. Porque fracasados hay muchos y de muy variadas circunstancias e intensidades, pero el fracaso solo es uno, siempre el mismo. Y eso, quieras que no, une.

De todas las modalidades de fracaso, la de Pablo Casado me parece de las más crueles. Por la manera, me refiero, sin entrar en si lo merecía o no. Primero, porque la derrota llega cuando uno cree que ya estaba asentado en la categoría de triunfador, con lo que la caída es más alta y el golpe, demoledor; y, segundo, porque tiene un punto de fracaso vicario, de descalabro por poderes, con el desconcierto de no saber muy bien qué ha pasado, ni siquiera si el fracaso es tuyo porque en realidad no has hecho ni dejado de hacer nada que no hubieras hecho antes y que era justo lo que se esperaba de ti hasta ese momento. Quizás desde Iñaki Urdangarín no veía a alguien fracasar tan bien en este país.

Yo no alcanzo ese nivel, ni mucho menos, soy un fracasado del montón, de los que se malogran por el camino. No me cuesta razonar que a lo mejor no merecía el triunfo, pero es que ellos ya lo habían alcanzado. Por eso trato de aprender de ellos, me solidarizo, empatizo. No puedo asegurar que Pablo Casado haya aprendido todavía algo del suyo, lo tiene muy fresco. Su discurso en el congreso del PP se pareció bastante más a un "me habéis fracasado", pero no se le puede reprochar. 

Yo en su lugar ni siquiera hubiera ido a Sevilla, me habría agenciado un diagnóstico de positivo de covid asintomático y despachado el asunto con un discurso por videoconferencia, como hizo Aznar, padrino político de Casado, muñidor de su ascenso en el partido y experto en apropiarse triunfos y sacudirse fracasos. La revista Foreign Policy acaba de situar a José María Aznar entre los cinco peores expresidentes del mundo, junto a personajes tan siniestros como el nigeriano Olusegun Obasanjo, el filipino Joseph Estrada o el tailandés Thaksin Shinawatra. No se valoran sus años de gobierno, sino lo que han hecho después de dejar el poder. Ninguno de ellos, según analiza la revista,"se han dedicado a hacer del mundo un lugar mejor ni han desaparecido". Aznar no solo no ha desaparecido, sino que acaba de dar a Feijóo una bendición que nadie le había pedido.

Y es que hasta en el fracaso, o sobre todo en fracaso, hay que aprender, porque muchas veces la línea que lo separa del éxito es casi indetectable. Mejor, además, aprender del fracaso ajeno, suele ser menos frustrante.

Desconozco todavía la tolerancia de Feijóo al fracaso, hasta el momento no parece tenerlo por costumbre. Le deseo que al menos haya aprendido algo de Pablo Casado, instalado hace cuatro años en el éxito con igual complacencia y fanfarria y despeñado en el vacío de un fracaso que ni siquiera consigue asimilar como suyo. Fracasados hay de muchos tipos, decía, pero el fracaso es solo uno y siempre el mismo, y en ese momento es más llevadera la frustración por los errores propios que el estupor por los ajenos.

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