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Nacionalista sin lustre

HACE YA UN RATO LARGO que soy gallego de toda la vida, de aquí, de Lugo. A mucha honra. Antes estuve también muy honrado de ser castellano viejo, condición a la que renuncié sin mayores dolores por la de riojano de pura cepa, y hasta tuve mi momento de vasco del mismo Bilbao. En algún descuido aún me dio tiempo a ser español, aunque siempre un español muy periférico, nada centralista, de los que apenas cuentan. Un recorrido que, como era de suponer, me ha ido dejando un ardor nacionalista muy poco brioso, más bien tirando a pírrico, sin historia ni afrentas ni lustre.

Tampoco me ha ido mucho mejor con los himnos y las banderas. Estandarte que abrazo, estandarte que arrastro. Para no mentir, el último banderín que alcé fue el de la orquesta Panorama, que era gratis y venía con bengala, y tres semanas después ya estaban los músicos amenazados de cárcel por fraude con las comisiones de fiestas. Antes de eso, la de la franja morada con la música de Riego y la del CD Lugo de Setién, no digo más.

En estas lamentables condiciones históricas, dos años de problema catalán día sí y día también no son para entusiasmar, y menos con la estocada de campaña electoral que nos ha traído hasta aquí, hasta hoy. Y lo que es peor, me temo que hoy tampoco veremos un resultado tan contundente como para que sea el final de nada, ni siquiera el principio de algo. Solo un punto y seguido.

Por el camino, sin embargo, nos hemos dejado muchas cosas, hemos roto muchos puentes, muchos de ellos imposibles de reconstruir, importantes hasta para quienes ni siquiera teníamos intención de cruzarlos. Son las consecuencias de haber caído bajo el engaño de la que es seguramente una de las peores generaciones de líderes políticos que ha sufrido una democracia moderna.

En eso supongo que sí estaremos todos de acuerdo, independentistas, españolistas, autonomistas o equilibristas: no se aguantaba un día más de campaña. Pocas veces tendremos la ocasión de presenciar una contienda en la que un bloque y otro hayan hecho más por apuntalar las razones del enemigo y engrosar sus filas.

No sé muy bien cómo pretende el Partido Popular enfocar su estrategia electoral para las generales, pero supongo que en la calle Génova les ha quedado claro que no podrá ser paseando a Mariano Rajoy a su aire. Todos nos preguntábamos por qué durante estos años pasados nos hurtaban al presidente con sus comparecencias en plasma y sus ruedas de prensa sin preguntas, por qué prescindían de un activo tan valioso. Ahora reconocemos que fue una maniobra muy hábil. Si llega a dar un par de entrevistas más, piden la independencia hasta los murcianos.

Seguramente Rajoy, pase lo que pase hoy, sea uno de los grandes perdedores de estas elecciones. Y digo Rajoy, no el PP, ni siquiera García Albiol, ya que ellos sí que parecen haber conseguido en parte el que era su gran objetivo: sumar votantes en el resto de España con vistas a las elecciones generales de diciembre, dado que en Cataluña poco pueden hacer. Para eso no han dudado en fomentar de la manera más rastrera un sentimiento anticatalanista apelando a los sentimientos más pobres y míseros del posible votante.

Una irresponsabilidad en la que han caminado a la par con el bloque independentista encabezado por el inclasificable Oriol Junqueras y el terrorífico Artur Mas, que no ha dudado en traicionar las aspiraciones de su pueblo para encubrir un pasado de corrupción voraz y vergonzante y una gestión ruinosa. Su comportamiento puede situarse con marcadores objetivos en los alrededores de la sociopatía, un desprecio por lo común que, por otro lado, solo está a la altura del aprecio por el dinero ajeno que tan acreditado tienen en sus sedes embargadas.

Lo bueno es que, si hay suerte, Artur Mas puede ser hoy el otro gran perdedor, junto a Rajoy: solo un triunfo de proporciones bastante improbables puede legitimarlo de manera que el bloque ideológicamente informe que ahora lo arropa no lo sacrifique a las primeras de cambio. La suya es, desde luego, una apetitosa cabeza de turco que entregar si la situación y los pactos lo demandan.

Me dio tiempo a ser español; aunque siempre un español muy periférico, nada centralista, de los que apenas cuentan

Las desbocadas exigencias de Mas y la irritante cerrazón de Rajoy, la evidente ineptitud de ambos para comportarse en democracia, nos han privado a todos de un debate sobre el problema catalán en el que los argumentos de ambos pudieran ser escuchados, valorados e incluso refutados. Lo han sustituido por ese ruido persistente e indescifrable que llevamos escuchando tantos meses, una reyerta de macarras de bajos fondos en la que cualquier intento de razonamiento ha sido ahogado por la ira. Muchos de quienes hoy acudan a votar en Cataluña, elijan lo que elijan, lo harán fiados a sus vísceras en lugar de aupados en fundadas esperanzas de algo mejor.

Lo que sí parece ya evidente, al menos para cualquiera que mire ese asunto sin más interés personal en juego que la pereza que da ver cómo se rompe un país al que nos habíamos acostumbrado y que nos quedaba cómodo de hechuras, es que no podrá haber una solución satisfactoria para nadie, aunque sea siquiera de manera temporal por otro par de décadas, con estas personas como protagonistas. No con Rajoy, no con este Gobierno central; no con Mas, no con esta Generalitat.

Yo ni puedo responder a la pregunta de qué votaría si hoy estuviera en Cataluña. Supongo que la duda andaría entre mi birrioso sentimiento de pertenencia nacionalista y el cabreo lógico si me han impedido expresarme antes y de mejor manera con el argumento de que votar está prohibido en democracia. Tampoco creo que existan diferencias sustanciales entre un catalán y yo, por el hecho de ser ambos lo que quiera que seamos, ni que haya una fuerza sobrenatural más allá de la voluntad compartida que nos obligue a seguir caminando juntos o nos condene a la ruptura. Por eso creo que al final, con otros, también seremos capaces de arreglar esto.

Artículo publicado en la edición impresa de El Progreso del domingo 27 de septiembre de 2015

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