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Nada que decir, pero bien dicho

Pedro Sánchez hablando tras la llegada del Ave a Ourense. EMILIO NARANJO (Efe)
photo_camera Pedro Sánchez hablando tras la llegada del Ave a Ourense. EMILIO NARANJO (Efe)

Mis dos presidentes, Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo, se parecen mucho pese a la diferencia generacional y, de momento, territorial. Ambos se manejan bien en las distancias políticas alejadas de la ideología, en ese paraíso de la simulación que llaman centro, a veces derecha y a veces izquierda, según convenga, el espacio en el que no se luchan las guerras sociales pero se ganan las electorales. Ambos, además, conocen el valor de la escenificación en la nueva política y se han entrenado en ello: en el discurso, en la pausa, en el gesto, en la actuación. Son buenos en la comunicación, se saben buenos y lo lucen. Se gustan, y cuanto menos tienen que decir, más se gustan. 

Esta pasada semana tuve la oportunidad de medirlos en dos ocasiones. La primera, en el acto oficial de la llegada del primer Ave a Galicia. Todos íbamos a ver qué decía el Rey nuevo, que presidía los fastos, pero se ve que Adif solo le había contratado el bolo de presencia y placa, sin discurso, así que pudieron lucirse los teloneros. No defraudaron Sánchez y Feijóo: en una cita puramente institucional, de las de gaiteiros con traje de domingo, con todo el pescado vendido, ambos estuvieron muy en sus papeles de presidentes. Nada que decir, pero muy bien dicho. 

La única diferencia, si acaso, es que Feijóo escenificó apoyado solo en sus notas y Sánchez lo hizo ayudado por dos enormes pantallas teleprónter en las que iba leyendo su intervención, con la profesionalidad natural de un presentador de informativo. El día que deje el Gobierno, Feijóo, que seguramente seguirá ahí, lo puede poner de hombre del tiempo en la TVG. 

Un par de días después me encontraba de nuevo pendiente de ambos. Se había celebrado una reunión de presidentes de la que todo el país estaba pendiente, puesto que se esperaba que de ella salieran decisiones drásticas para frenar la nueva ola de covid y que marcarían de nuevo la Navidad. 

A los dos minutos de comenzar la intervención de Pedro Sánchez ya intuí que no íbamos hacia ningún sitio. Se empezaba a gustar, a poner ese tono de gravedad y trascendencia, a dar vueltas para que pareciera que estaba diciendo algo muy importante, a demorarse entre las palabras. En efecto, resultó que tenía poco que decir: como no había acuerdo alguno, cada presidente autonómico pedía una cosa y la contraria y el Gobierno no estaba dispuesto a comerse el marrón, se imponía la obligatoriedad de las mascarillas en el exterior y cada uno con su turrón se lo coma. 

Aún estaba Sánchez respondiendo preguntas en el otro canal cuando compareció Feijóo en el suyo. En cuanto se le puso cara de Churchill prometiendo "sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas" me ajusté la mascarilla. Resumo: como el Gobierno de Sánchez no quiso tomar las medidas que proponían unos y otros, fueran las que fueran, el Gobierno de Feijóo tampoco lo haría, así que mascarillas por la calle y cada uno en su casa y la TVG, en la de todos. 

A esas alturas, ya me daba todo igual. Con la mascarilla gano mucho, me gusto, porque ayuda cuando no tienes nada que decir. A falta de presidentes, a la mañana siguiente consultamos los test de antígenos: cuatro rayitas en las C como cuatro soles. Escribo esto desde mi casa de la infancia, con mi madre, mis hermanos y mis sobrinos en el trajín previo a la Nochebuena. 

Hemos llegado todos con mascarillas pero nos hemos besado y abrazado sin ellas. Hablamos a gritos, unos sobre otros, entre risas, sin orden ni sentido, como si nos estuviéramos diciendo algo tan importante que las palabras no fueran suficientes: todo lo que nos quedó sin decir las pasadas navidades, todo lo que unas mascarillas nunca debieran silenciar. Porque hay que ser responsables y cumplir con lo que nos mandaron nuestros presidentes: cada uno en su casa y la Navidad en la de todos. ¡Felices fiestas!

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