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Robar como pobres

Luis Medina. EFE
photo_camera Luis Medina. EFE

SON LOS DETALLES los que nos delatan. Ese medio centímetro de más o de menos en la caída de la pernera sobre la piel del zapato; ese nudo Windsor cuando la corbata estaba pidiendo a gritos un Hannover; la manera de ignorar al camarero no con desdén, sino como si realmente ni siquiera existiera para otra cosa que para servirte; apreciar la diferencia nítida entre un reloj necesario y un Rolex im-pres-cin-di-ble... todas esas pequeñas cosas que marcan la distancia entre ricos y pobres y que no tienen que ver con el dinero, sino con la riqueza de cuna, con el privilegio adquirido, con el derecho de pernada.

Los pobres lo somos hasta en la indignación, porque nuestras aspiraciones y nuestras ilusiones y nuestros sueños de grandeza también lo son. Sencillamente, nacimos para pobres. Por eso ahora miramos con ojos inyectados de sangre a Luis Medina y Alberto Luceño, los dos prohombres que se han llevado cinco millones de euros en comisiones por vender material sanitario a Martínez Almeida, alcalde de Madrid y primo de alguien. "Es una comisión normal y legal", ha despachado Luis Medina con la displicencia de las personas a las que les aburre tener que dedicar tiempo a una ordinariez.

Tiene razón. No estamos indignados por que se hayan llevado cinco millones de euros, ni siquiera porque lo hayan hecho aprovechando las circunstancias de una pandemia mortal. Este es el país de los sobrecostes del Ave, del proyecto Castor, del hospital Zendal, de las cajas de ahorro, de las autopistas rescatadas, de las puertas giratorias, del Sareb... hay vecinos del barrio de Medina y Luceño que no madrugarían por cinco millones de euros ni aunque solo tuvieran que bajar a por ellos a la caseta del portero de la finca. Hay vecinos que ahora, cuando se crucen con ellos en un cóctel o una gala de zarzuela, los mirarán por encima del hombro como a principiantes.

Lo que nos revienta en realidad a los pobres es comprobar cómo se han gastado la pasta, con qué despreocupación y alegría, con qué desapego. A uno de nosotros nos pasa este tren y no sabemos ni cómo subirnos. Primero, porque semejante comisión no entra en nuestro pobre concepto de beneficio; no es la ética, es la desproporción. Y, segundo, porque si nos sale bien un negocio de esos acabaríamos por invitar a cenar a los colegas, le regalaríamos la PS5 al chaval y nos pegaríamos diez días a todo trapo en Mallorca en temporada baja en un hotel de bufé libre y pulserita de todo incluido. Luego apartaríamos un buen pellizco en una cuenta a plazo fijo para los estudios de los niños y, eso sí, echaríamos un par de meses por las barras de bar habituales dando lecciones de emprendimiento, inversión y gestión de empresa a otros pringados con más o menos suerte.

Los pobres lo somos hasta para gastar, aunque tengamos dinero. Un reloj de 45.000 euros en la muñeca no nos da ni la hora, solo nos marca preocupaciones. ¡Diez coches de lujo, pero si alguno no cambia tanto ni de muda! Y el im-pres-cin-di-ble velero de recreo comprado a través de una empresa en Gibraltar pero con la bandera de España cuanto más grande mejor, para que se vea bien desde nuestras costas.

Por eso no hay rubor ni arrepentimiento en las palabras del hijo del duque de Feria: "Solo me interesa el juicio penal, el mediático ya lo he perdido", asume sin darle mayor importancia a nuestra opinión porque no entendemos la diferencia entre robar y coger lo que es suyo por derecho y cuna, no comprendemos lo que significa para las élites extractivas soportar el peso de la tradición y la patria.

Muestra Luis Medina por todo este engorro y la investigación judicial apenas una leve sensación de desagrado, como si a la criada se le hubiera ido un pelín el punto del Campari en el negroni y le hubiera amargado el canapé: "Es una cosa de la Fiscalía, ya sabes, son todos de izquierdas". Y pobres, o sea.

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