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Un silencio de muerte

Cristo muere en todos los sitios, pero tiene una muerte por cada lugar
Procesión del Santo Entierro en Pontevedra. RAFA FARIÑA
photo_camera Procesión del Santo Entierro en Pontevedra. RAFA FARIÑA

ME PILLÓ contento y en Betanzos, como me podía haber pillado en cualquier otro lugar igual de contento. El caso es que fue en Betanzos, una joya no suficientemente valorada opacada por la fama de aquello de lo que menos debería presumir: la tortilla.

Lo que me pilló fue el Viernes Santo, un día que siempre me sienta bien me pille donde me pille. No sé si les pasa a todos los ateos, pero el Viernes Santo tiene un algo que no puede dejarte indiferente, que engancha. Es un algo que no tiene que ver con la fe, ni con la devoción, ni siquiera con la riqueza de la puesta en escena. Es algo que habla de la identidad tribal, de la cultura común, del origen del ser como pueblo. Habla de todos nosotros, también de los ateos.

Cristo muere en todos los sitios todos los Viernes Santos, pero tiene una muerte por cada lugar. En la mayoría de ellos, como en Betanzos, suele ser más aparatosa que impresionante, un querer y no poder que enternece. Carentes de la riqueza de los pasos o del postureo compartido de las procesiones que triunfan en televisión, cada pueblo se va apañando con lo que tiene. Y todos le sacan su provecho, lo que la historia no ha dado se compensa con entrega y fervor.

En esencia, casi todas las Semanas Santas son la misma: se puede coger una cofradía cualquiera al completo y trasplantarla a las procesiones de otro lugar y solo se darían cuenta los del pueblo. Si es en una ciudad grande en la que las cofradías sean numerosas, igual ni eso.

No quiero faltar al respeto a nadie. Cada creyente siente como propio el paso de su parroquia, vive con intensidad su Semana Santa y la pondera como única. Y así debe ser. Pero cuando se presencian sin fe en la mirada, solo por placer estético e interés antropológico, no hay nada que se parezca más a una procesión que otra procesión.

Me gustan sobre todo las procesiones del silencio. En Betanzos le dicen la de Os Caladiños, y sale de una iglesia que parece construida por algún promotor lucense, toda ella medianeras, añadidos y alturas dispares, igualada en su conjunto por los tejados rojos. No tiene nada especial, es como otros centenares de procesiones del silencio y, a la vez, como ninguna otra. No hay nada que suene como una procesión del silencio, es exactamente así como debe sonar la muerte.

Creo que es eso lo que me fascina, la entrega en la celebración de la muerte. Seguro que será por la ausencia de fe, pero me cuesta comprender ese procesionar por la tortura y el calvario sangriento de Cristo cuando la base de la religión que empuja a los creyentes a las calles es su resurrección. Debería ser su triunfo sobre la muerte y la promesa de la vida eterna lo que moviera a los fieles, pero la entrega enfervorecida es al dolor y a las llagas.

Siempre me sorprendieron los despligues del Jueves y el Viernes Santo en contraste con la discreción del Domingo de Resurrección, que suele despacharse con ánimo burocrático, como quien quiere acabar lo más rápido posible con un trámite molesto.

Pienso si no será exactamente eso lo que nos define como pueblo, si no será nuestro vía crucis caminar siempre con el objetivo desenfocado, sufriendo por lo accesorio y evitando lo categórico. Si no será por eso que, pese a todo lo que vemos y sabemos, seguimos guardando ese silencio de Caladiños que suena como la muerte, si no será que no tenemos fe en la vida.

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