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¿Te doy una pista?

No hay indicaciones para ser un buen padre y nadie asegura que la recompensa merezca la pena, aunque la merece

POR FIN es Día del Padre. Ella no podría aguantar ni un minuto más, reventaría. No ha sido dotada para la paciencia, ni al parecer está siendo educada para la discreción. No le llega con vivir su vida apurando cada instante, no, ella tiene además que contarlo, comenzar a saborearlo antes, cuanto antes mejor, y recordarlo después, varias veces, muchas veces, hasta que ese instante tan mágico pasa inmediatamente al olvido, sustituido por el siguiente, aún mucho mejor. Y tiene que contarlo, sobre todo, durante. Parece creer que si no lo está narrando, no está pasando.

Hace dos semanas que el secreto la está reventando por dentro, empujando por salir en cualquier momento, mientras se viste, mientras desayuna, mientras vamos al colegio, mientras come, mientras estudia, mientras juega... "¿Papá, que crees que te voy a reglar por el Día del Padre?", "vas a flipar, papá, no lo vas a adivinar, no te lo voy a decir", "¿te doy una pista, papá?". Le quema tanto dentro que parece que le hiciera daño.

El otro viernes enganchó a la hora del vermú a Miguel. Le habían dicho que era médico, y que los médicos tienen obligación de guardar secreto con las confidencias de los pacientes. Había también un par de abogados, con la misma obligación, pero por algún motivo no le debió parecer lo mismo, cosas de la intuición. Con Miguel vio el cielo abierto, se lo sentó al otro lado de la barra y lo puso al día.

Diez minutos después volvían los dos al grupo, él con cara de acabar de salir de una guardia de 24 horas en un hospital de campaña, ella iluminada como si le acabaran de estirpar un tumor. "¿A que va a flipar con el regalo, Miguel?", "¿a que no se lo vas a decir porque tienes que guardar el secreto?", "¿a que te da muchísima rabia, papá?", ¿le damos una pista, Miguel?". "No le damos pistas, que se fastidie", aguantó Miguel, mitad profesional, mitad cabronazo rencoroso.

De tan mayor que es, a veces es él y a veces es otro, un señor que es posible que esté solo de visita


El secreto mejor guardado del mundo lo conoce todo dios, menos yo, que no puedo estar disfrutándolo más, viendo cómo pelea contra su naturaleza. Ni siquiera su hermano mayor se ha ido de la lengua, y eso que lo tiene machacado y él no está ya para estas cosas. De tan mayor que es, a veces es él y a veces es otro, un señor que vive en casa con nosotros pero que es posible que esté solo de visita, todo laberinto y confusión. Al borde de los 13 años, ya no se anda con pistas: "Tranquilo, padre, que nosotros ya no hacemos esos regalos chorras en clase. Te voy a regalar un beso y un abrazo, el pack completo".

También me vale, llegados a este momento con cualquier cosita me arreglo. Y todavía besa y abraza muy bien a menudo, no sé hasta cuándo durará, y a veces se le distrae un "te quiero" que da mucho gustito. "Te quiero, papá" o "te quiero, padre", según el punto del laberinto en que se encuentre, según sea un hijo o un señor de visita.

Yo también llamaba padre a mi padre. No al principio, cuando era como mi hija, entonces era "papa", sin acento, pero luego ya fue para siempre "padre", supongo que cuando empecé a convertirme en un señor de visita.

En vista de que no hay manera de que uno pueda saber si está siendo un buen padre, me conformaría con haber sido un buen hijo para el mío. Murió hace año y medio, sin haber podido preguntárselo. No por falta de tiempo, sino por falta de costumbre. Él no era de hacer preguntas, ni de responderlas. Tenía esa forma de querer de los hombres de antes, sin concesiones, de orgullo de palmada en el hombro y ternura implícita.

Tampoco nos hacía falta mucho más. Hablábamos del tiempo, de las viñas, del último muerto del pueblo, de la avería del tractor o de la ITV del coche mientras íbamos de vinos antes de comer, con sus amigos o los míos, o solos. Después, en el café, salíamos a jugar al mus, en su mesa de siempre, con sus compañeros de siempre, o con otros.

Para los hombres como él, decir "te quiero" o decir "estoy orgulloso de ti" consistía en eso, en pagarnos unos vinos mientras hablábamos de las cosas en las que se basa la vida, las importantes, y que casi nunca son el sentido de la existencia, el amor filial o el abismo ante la muerte, sino la granizada de finales de julio, el próximo cambio de aceite o la mano de pintura que necesita el salón. No hay ningún "te quiero" que pudiera sonar más completo que aquellas partidas de mus, los dos de pareja, peleando las pitas con sus rivales de décadas, tipos que hacía mucho que ya no perdían el tiempo ni la paciencia con quien no les diera la gana. Y aún así, me hubiera gustado decírselo más: "Te quiero, padre".

No sé si conseguí ser un buen hijo, pero me lo puso muy fácil. Es mucho más difícil ser buen padre, nadie te da pistas. Y las que te dan, suelen llegar tarde, más válidas para analizar el error cometido que para asegurarte el acierto. O quizás se trate de que todo lo que cabe pedir sea un regalo para flipar de vez en cuando, un par de buenos abrazos y algún "te quiero" al descuido. A mí me vale.

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