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Vamos a seguir muriendo

Los terroristas ya han creado una rutina acción-reacción en la que ellos y nuestros dirigentes parecen estar cómodos

YA ESTOY MUCHO más tranquilo. Todo apunta a que la culpa de los atentados de esta semana en Bruselas ha sido de la Policía y de los servicios de inteligencia belgas, que no estaban a lo que hay que estar. Su cadena de errores causó los ataques, hemos llegado a leer y a escuchar estos días en muchos medios de comunicación. El papel de comando de terroristas suicidas ha debido de ser bastante secundario, intuyo, meramente instrumental. Menos mal, porque me parece mucho más sencillo encontrar remedio para la torpeza de las fuerzas de seguridad belgas que para la deriva de algunos de nuestros conciudadanos hacia el terror yihadista.

Es lo que necesitamos en momentos como estos, supongo, una explicación que nos permita amaestrar nuestro miedo, mantener nuestra incertidumbre dentro de la zona de confort. Además, que ahora no nos coge de nuevos, son ya muchas las Bruselas que hemos vivido, las suficientes como para disponer de un manual de reacción, una rutina tranquilizadora para que todos podamos pensar que estamos haciendo algo sin tener que hacer necesariamente nada.

Es lo que necesitamos en estos momentos, supongo, una explicación que nos permita amaestrar nuestro miedo

El ritual se repite sin apenas variaciones: el horror primero ante la sangre y la tragedia; el despliegue policial para la identificación de los autores y los colaboradores, que siempre son nuestros vecinos de arriba; las palabras huecas de los políticos sobre la superioridad de nuestro sistema de libertades; la reunión de esos mismos políticos para dar una vuelta de tuerca más en el recorte de esas libertades; el envío de otra remesa de aviones para bombardear alguno de esos países ya arrasados por los yihadistas, que han contado para ello con la ayuda de nuestros aliados en la zona. Y, por descontado, las reuniones de los pactos antiterroristas de cada país, porque ya se sabe que no hay nada que los terroristas teman más que un buen comunicado que les recuerde lo malos que son y lo unidos que estamos todos, tiemblan solo con ver la foto. Y a sentarnos a esperar el próximo atentado.

Porque lo habrá, eso es seguro. Podemos y debemos reforzar lo que nos sea posible nuestras medidas preventivas, los medios para que las fuerzas de seguridad y los servicios de inteligencia puedan tener siquiera la oportunidad de evitar uno solo de estos ataques. Pero también debemos asumir que es una falsa sensación de seguridad, porque no hay manera de frenar a una persona que ha asumido como única esperanza de redención, como único futuro, su propia muerte en una orgía de destrucción.

Esta vez, los terroristas eran ciudadanos belgas de pleno derecho, como los de París eran franceses o los de Londres, antes, eran británicos. Llegaron al aeropuerto de Zaventem en taxi, directamente desde su casa, un poco frustrados porque el vehículo que les habían mandado no era lo suficientemente amplio como para poder cargar todas la maletas que llevaban con explosivos. Mataron a treinta como pudieron haber matado a trescientos, o a tres. Tanto da, podrían haber hecho estallar una simple mochila en una cola, como hicieron en el metro de Bruselas. El número de víctimas solo amplifica el impacto, pero ellos saben que el efecto, el objetivo perseguido, es siempre el mismo. Conocen la rutina con la que pretendemos salvaguardar nuestro confort, han conseguido amaestrar nuestra reacción.

Unos cientos de nosotros con los miembros esparcidos por una sala de embarque es un precio que nos podemos permitir

Se trata siempre de grupos reducidos, autoorganizados, que no necesitan una financiación exagerada y que tienen cualquier cosa que puedan necesitar a un solo clic en cualquier página de internet. Que han nacido a unos pasos de los lugares que han elegido como tumbas, que han viajado mil veces en los trenes que van a reventar. Y a los que dos o tres líneas de seguridad más en un aeropuerto o un escuadrón de soldados en una estación no les causa más molestia que cambiar de objetivo, apretar el detonador en un estadio, en una discoteca, en una plaza... Si no pueden en París, será en Roma, o en Madrid, o en Berlín, o en cualquier otro lugar. Porque solo necesitan su voluntad de morir matando, el efecto siempre es el mismo.

Luego podemos repetir el ritual todas las veces que sea preciso, llenaremos de flores y de velas mil calles, lloraremos rutinariamente cuantas lágrimas de rabia tengamos hasta quedarnos secos, aceptaremos el sacrifico de nuestras libertades más preciadas en el altar de la seguridad y votaremos a políticos que bombardeen con más saña el país que en ese momento se señale como objetivo. Y estará bien, pero tengamos al menos la valentía de asumir que será para nada, porque vamos a seguir muriendo.

Yo me conformaría siquiera con saber por qué. Por qué nuestros dirigentes siguen aplicando las medidas que una vez tras otra se han demostrado inútiles. Cualquiera de nosotros, que no somos más listos que nadie, podemos ver que no nos llevan a ningún sitio y que la solución pasa por un cambio radical en nuestras políticas de integración y en nuestras políticas hacia los países de origen. Así que hemos de asumir que esos dirigentes, los más brillantes entre nosotros y que tienen a su disposición el asesoramiento de todos los expertos y todos los aparatos de seguridad e inteligencia del mundo, son igual de conscientes.

Pero, por algún motivo, han decidido que es mejor que nada cambie, que unos cientos de nosotros con los miembros esparcidos por alguna sala de embarque de París o Bruselas cada cierto tiempo, que miles de sirios o de yemenís o de iraquíes masacrados día sí y día también, es un precio que nos podemos permitir. Yo no lo dudo, ya digo, sus motivos tendrán. Pero me gustaría conocerlos.

Quizás, quién sabe, la próxima vez me toque a mí estar en ese metro o en esa discoteca. O a mis hijos. O a usted. Porque habrá una próxima vez, vamos a seguir muriendo, pero creo que no estaría de más al menos una explicación a la que agarrarnos cada vez que se repita esta confortable rutina de muerte.

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