Blog | Ciudad de Dios

Al fin, vivo

COMO CADA mañana, el Bardo se despertó con los primeros rayos de sol y comenzó con sus ejercicios de estiramiento horizontal. De niño, su padre acostumbraba a angustiarlo con aquellas prisas matutinas de pequeño burgués, tan obsesionado con llegar a tiempo para levantar la persiana de la sastrería familiar que apenas reparaba en el daño emocional que causaba a su único hijo.

MARUXA2

"Parece que naciste con un tenedor clavado en la espalda", solía escupir sarcástico mientras el delicado muchacho llenaba la mochila de libros y mordisqueaba una tostada con aceite y tomate camino del garaje. "Te perdono, papá", repitió mentalmente el Bardo, acompasando la respiración y eliminando, durante el proceso, algo de aquel rencor que tanto lo atribulaba frente al trance de la página en blanco. 

Olegario, el mayordomo, entró en la habitación con el desayuno y los periódicos del día bajo el brazo. "Buenos días, señor", saludó con una reverencia apenas perceptible, aunque siempre necesaria. "Buenos días, Olegario", respondió el Bardo mientras se incorporaba unos centímetros sobre los cojines de plumón para atacar el resto de su rutina matinal sin poner en riesgo tan delicada espina dorsal. El sirviente terminó de acomodarlo con precisión de ingeniero, dispuso viandas e información sobre la mesita de cama y se encaró hacia las carísimas cortinas confeccionadas en París que impedían la entrada de aquella luz natural tan prodigiosa, la única apta para leer a Flaubert o a Rimbaud. Y de repente, como salido de los cuadernos de su gran enemigo literario, un ruido ensordecedor quebrantó la paz del Bardo, obligando a Olegario a ponerse en lo peor. 

"Es la pescadera del barrio, maestro", trató de mediar el mayordomo en aquel conflicto de intereses. "Toca el claxon para advertir a las amas de casa de su presencia". Aquella explicación todavía enfureció más al Bardo, que saltó de la cama provocando el vuelo de tostadas, mermeladas, mantequillas, vasos de leche y zumo, platos, servilletas y toda la cubertería necesaria para que un hombre de férreos principios existenciales disfrutase de la primera comida del día. "¿Un claxon? ¿Pero cómo que un claxon, Olegario?", protestó el Bardo asomándose a la ventana para poner rostro a tan infame personaje. El mayordomo se apartó, anticipando la velocidad y el ángulo de la embestida, mientras el Bardo se afanaba en apartar cortinas y abrir la ventana: no era una labor a la que estuviera acostumbrado. 

"¡Usted, amiga mía, es la demostración de que el ser humano merece la extinción!", gritó como un poseso mientras abajo, en la calle, la rechoncha autónoma despachaba rapantes, pota y salmonetes a una concurrencia muy animada. "¿Qué fue de la bella y sonora caracola, señora? ¿Acaso no conoce usted el valor de las tradiciones marineras?". El Bardo se desgañitaba implorando terribles castigos a los dioses viejos y antiguos sin que aquello pareciese afectar a la pescantina, que seguía vendiendo a buen ritmo e intercambiando rumores con la clientela. Fue entonces cuando, desesperado por llamar su atención, el Bardo agarró uno de los muchos premios recibidos a lo largo de su prolija carrera, lo besó a modo de despedida, y lo arrojó con todas sus fuerzas contra aquel corro infernal de gallinas cluecas. 

Nunca fue un hombre vigoroso, a decir verdad. La práctica de cualquier deporte lo hacía sentirse sucio y el oficio de escribir termina por afinarle a uno las articulaciones. Así las cosas, su vandálico intento de matar a una o varias personas de un solo golpe terminó impactando en uno de los coches aparcados bajo su ventana. "¿Pero usted qué hace, animal?", le gritó un transeúnte que pudo esquivar la fragmentación del premio en mil pedazos de cristal. La pescantina cesó en su comercio, intrigada por lo que acababa de pasar, mientras alguna de las clientas señalaba hacia la ventana del edificio entre rumores y carcajadas, visiblemente convencida de conocer al supuesto agresor. "¡Las cortinas, Olegario! ¡Rápido!", gritó el Bardo apartándose de la ventana con tal celeridad que no vio el pequeño tenedor de desayuno tirado en el suelo y se lo pinchó en un pie. 

Olegario, consternado por lo ocurrido, corrió hacia la cocina en busca del botiquín y un par de manos extras: las de Rosarito. Cocinera, planchadora, ama de llaves, psicóloga, correctora de textos, secretaria… Lo cierto es que la mujer le hacía un gran servicio al señor, aunque a Olegario le produjese cierta desazón reconocerse cada día más apartado de según que tareas, ahora gobernadas por la viejita dominicana. "¿Pierde mucha sangre?", preguntó Rosarito escaleras arriba, moviendo aquel cuerpo quejoso como si un motor de lavadora tratase de alimentar a un camión hormigonera. "¡Más de la que nos gustaría, Rosarito! ¡Más de la que nos gustaría", contestó el mayordomo aplicando palanca para ahorrarle a la vieja algunos escalones. 

Cuando entraron en la habitación, pálidos por el esfuerzo y el miedo, encontraron al Bardo cómodamente instalado en la cama, el pie herido sobre un cojín y uno de los periódicos del día desplegado ante su cara, por fin entregado al goce de la lectura y a información, como cada mañana. "¿Ha leído usted esto, Olegario?", preguntó el Bardo mientras Rosarito examinaba el pie supuestamente herido sin encontrar ninguna prueba física del incidente. Olegario se sitió a la par del señor, apretó la vista y leyó el titular señalado por el dedo finísimo del Bardo: "La OMS recomienda reducir el consumo de atún". Aquello desconcertó al mayordomo, pues nada desagradaba más al señor que el pescado, sobre todo en mañanas tan accidentadas como aquella: ¿cómo calzarse los zapatos del Genio? 

"Baje y cómprele a esa bocina con patas todo el atún que lleve en el carromato, Olegario", dijo el Bardo pasando página y rescatando un pedacito de aguacate que había ido a parar sobre uno de los almohadones. "¿Está seguro, señor?", preguntó el mayordomo por pura rutina. Pero el Bardo no contestó, tan concentrado en la lectura que la vieja Rosarito le arrancó dos lonchas de jamón atrapadas bajo el pie sin que este dijese ni mu. "El mercurio, el mercurio", escuchó farfullar al Bardo mientras se alejaba. Aquello no explicaba gran cosa pero, tratándose del señor, es posible que lo explicara todo: la gente como él necesitaba un guerra diaria en la que batallar sin descanso ni moverse de la cama.

Comentarios