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Jugar con fuego

DIGAMOS que la relación de mi familia con el fuego siempre ha sido un tanto especial, al menos desde que tengo uso de razón. La bisabuela Elvira, matriarca del clan, no salía de casa sin su cajita de cerillas escondida en el mandilón, felizmente dispuesta a utilizarlas en cuanto acumulaba unos cuantos rastrojos, los periódicos de la semana o cualquier elemento susceptible de ser convertido en ceniza. Ahora que lo pienso, es casi un milagro que no le plantase fuego al bisabuelo Francisco, su marido, un hombre tan malo, tan desagradable, que los vecinos le pusieron de apodo El Tomatillo por aquello de estar metido en todas las salsas, supongo. Con el paso de los años, la pobre mujer perdió reflejos y capacidad de reacción, motivo por el cual, una tarde de verano en la que arreciaba el viento del norte, se le fue de las manos una pequeña hoguera que armó en el jardín llevándose por delante medio monte de O Castro.

Cabeleira

El pasado fin de semana, una de sus hijas, la tía Lola, llamó a la peluquera del pueblo para que le cortase el pelo a su hermana, mi abuela Saladina. Viven juntas desde el final de la pandemia por aquello de hacerse compañía la una a la otra. O de hacerse la vida imposible, que para todo hay opiniones. El caso es que, ahí estaban, en plena sesión de peluquería y cotilleos, cuando la tía Lola dejó caer que la vieja casa tiene un pequeño problema de humedades. "Eso se soluciona con un deshumidificador", sentenció la peluquera sin dejar trasquilar a la otra, que permanecía callada, maquinando alguna maldad. Aquello despertó el sentido arácnido de la tía Lola: en la bodega, escondido tras unos barriles de vino, languidecía uno de esos aparatos desde hace no menos de veinte años, desechado en su momento por su aversión a cualquier aparato eléctrico que mejore las condiciones de vida a cambio de un pequeño aumento en el recibo de la luz.

Dicho y hecho: en cuanto la peluquera recogió los bártulos y se despidió, la tía Lola bajó al piso de abajo, cargó el viejo deshumidificador hasta la salita de estar y lo enchufó en una regleta que le regalaron el día que tomó su Primera Comunión. Entre los tres -incluyendo a mi tía, clarodeben sumar unos doscientos años de vida, no siempre útil, de ahí que la catástrofe estuviese prácticamente asegurada. Presas de la rutina, las dos hermanas comieron en silencio, apenas molestadas por la perrita de mi padre, que les hace compañía y ayuda a dejar impolutos los platos. Luego se fueron a la cama para disfrutar de la siesta, como todas las tardes, y ya no se despertaron hasta que una densa cortina de humo comenzó a oscurecer toda la casa.

Cualquier otra persona del mundo llamaría a los bomberos, a los brigadistas de protección civil o a los vecinos. Pero ya les decía al principio que la relación de mi familia con el fuego es un tanto especial, así que la tía Lola decidió llamar a mi padre. Es una decisión que no comparto, pero que respeto. A fin de cuentas, es una persona mayor. Y ya se sabe que, a partir de una cierta edad, se acostumbra a reducir los números de emergencia a uno solo: el del familiar más cercano. ¿Y qué hizo mi padre, se preguntarán ustedes? ¿Llamar él a los bomberos, a los brigadistas o al vecino de la casa de al lado? No, querido lector: mi padre decidió vestirse, beber un buen vaso de agua, sacar el coche del garaje y dirigirse a la casa matriz para comprobar —de primera mano— que, efectivamente, las dos viejecitas se enfrentaban a un peligro mortal e inminente.

Es casi un milagro que saliesen todos vivos del incidente, en especial mi abuela Saladina, que se atrincheró en la cama y no quería abandonarla por nada del mundo. "Cerrade a porta que eu aquí estou ben", le dijo a mi padre en un último intento por evitar la rasca invernal. La semana pasada, antes de irme a Madrid, me pasé a visitarla y llevaba puestas nueve capas de ropa, a saber: dos batas de casa, una chaqueta de punto, dos jerséis, una mañanita, un camisón y dos camisetas térmicas. "Son os anos, que xa non cubren", me dijo cuando le pregunté si no era mucha ropa para estar en casa. De haber estado presente este fin de semana, cuando se declaró el incendio y tuvieron que sacarla casi a empujones de su habitación, la habría echado a rodar por el pasillo, convertida casi en neumático con tanto revestimiento. El caso es que al final accedió, la cara ya tan tiznada por el hollín que, desde entonces, las vecinas han comenzado a llamarla Celia Cruz.

Al final, la crisis se cerró con una larga lista de daños materiales, pero sin víctimas mortales, a pesar de que todos pusieron cuarto y mitad de su parte para que así fuera. La idea de la peluquera, combinada con la bisoñez de mi tía, resultaron insuficientes para resolver el problema de humedades, pero por el camino descubrimos que igual los Cabeleira somos un poco Targaryen y que el fuego no nos puede quemar, como a Daneris de la Tormenta. "Todo por non prender a calefacción", concluye mi abuela mientras se ajusta una de las batas: ha pedido que le sirvan el desayuno en la habitación, ahora más convencida que nunca de que, a la muerte, cuando llegue, es mejor esperarla cada uno en su cama.

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