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La mar y el mar

La mar os parece una maravilla porque la veis bonita desde la playa -corrigió Paco a unos turistas que incurrieron en el error garrafal de cantarle, alegremente, las bondades paisajísticas de nuestro pueblo-. Pero el mar no es ese que está ahí, no. El mar es un hijo de la grandísima puta, os lo digo yo que lo conozco bien". Y no mentía. Si acaso solo exageraba, pero tampoco demasiado. A los dieciséis años, como tantos de su generación, embarcó por primera vez en un bacaladero rumbo a Terranova, enrolado para una de aquellas campañas que duraban siete u ocho meses, tiempo más que suficiente para pasarse en vela las primeras noches tras regresar a casa: el marinero se acostumbra de tal manera el ruido infernal de los motores que el silencio repentino le resulta insoportable.

La mar y el mar

Se ganaba dinero y se perdía casi todo lo demás: salud, el nacimiento de algún hijo, su crecimiento, los entierros de seres queridos, las fiestas y, en el peor de los casos, hasta la vida. A Jaime, el marido de Viruca, se lo llevó del barco un golpe de mar cuando yo aún no tenía edad para bajar solo a Pontevedra. Un tipo joven, guapo, robusto, de esos a los que no parece que nada malo les puede pasar hasta que alguien viene con el recado y entonces ya no hay nada que hacer ni imaginar. Lo dieron por desaparecido, que es un formalismo devastador para la familia porque, sin nadie pretenderlo, la esperanza se convierte en una palabra que todo el mundo repite por no quedarse callado. Pasó un tiempo prudencial hasta que lo declararon oficialmente muerto, se organizó un funeral para despedirlo cristianamente y, pasados unos meses, el mar lo devolvió encajonado e intacto en un bloque de hielo.

Quienes conocen o conocían el mar (como el propio Paco, que se murió un lunes, de repente, después de tantas mareas jugándose el pellejo) le profesan una especie de fascinación incómoda: mitad desprecio, mitad fidelidad. Muchos se criaron en las artes antiguas, cuando al Profundo se le insultaba para forzarlo a escupir el pescado. "¿Nadar? ¿De qué te sirve saber nadar en Terranova?", me dijo una vez Eloy, otro filósofo con canas de salitre y conocimiento de causa suficiente para no perder el tiempo con lo accesorio. El otro día salió a caminar con mi padre, como cada mañana, y casi le da un infarto cuando el grumete se agachó para atarse un cordón de la zapatilla. "¡Qué vergüenza!", le dijo torciendo el gesto como si no lo conociera de nada. "Si a mí se me desata un nudo, aunque sea el de un zapato, entrego la libreta en Comandancia al día siguiente". Eso es sentir el oficio incluso con pintas de jubilado, el orgullo inquebrantable de quien conoció de primera mano la diferencia entre jugarse la vida y regalarla.

Los marineros viejos envidian de los jóvenes las comodidades de los nuevos barcos: no es lo mismo tener tu propio camarote, aunque sea para penar, que compartir un espacio reducido y oxidado con cinco desconocidos o, peor aún, con algunos conocidos. Y pese a las mejoras evidentes, un barco en Terranova sigue siendo un títere a merced de las olas. Pueden parecer imponentes en el astillero, vistos desde abajo. Y hasta seguros, amarrados a la calma de un muelle. Pero un barco en el Mar de Montañas siempre será una cáscara de nuez rodeada de furia. Quién albergue algún sentimiento romántico sobre el oficio de marinero que deje de leer. O que seleccione mejor sus lecturas. A Terranova solo se va a ganar dinero: ni sed de aventuras, ni crecimiento personal, ni intención alguna de honrar un legado o una tradición. "Algunas mareas nos pasábamos hasta setenta y dos horas seguidas sin ir a cama, de pie, en la línea, limpiando pescado sin parar", me contó una vez German. Hace ya unos cuantos años que dejó el Atlántico norte, hogar del bacalao más codiciado por los auténticos sibaritas, y se fue al Índico, donde la industria del atún ofrece mejores condiciones de trabajo y un rédito económico suficiente para no pecar de ambicioso. "¿Qué cómo lo hacíamos? No sé… Bebiendo mucho y sin pensarlo demasiado". Terranova ya no es ni la promesa de levantar una buena casa en el pueblo si se acumula la suficiente suerte en unas cuantas mareas.

De todo esto, por desgracia, solo nos acordamos cuando la actualidad obliga, justo en el momento que menos importan las palabras. El naufragio del Villa de Pitanxo nos devuelve, al menos por unos días, esa solidaridad cálida hacia un colectivo que cono ce el frío como nadie, también el de la soledad. De la peor manera aprendemos a valorar un producto que no cae del cielo y cuyos beneficios redundan en las carteras de especuladores que no se mojan los pies, apenas en los bolsillos de quienes lo pescan en origen o lo venden tras el mostrador de una pescadería. En eso no existe una gran diferencia entre el bacalao de Terranova, el atún del Índico o la sardina de la ardora. Porque los hay que pierden la vida en las costas de Canadá y también quienes se ahogan viendo luz en la ventana de casa, como les sucedió a Pacón, Coco y Suso: las tres víctimas mortales del San Marcos.

No le lloraba Galicia a la Virgen del Carmen desde entonces. Y por esas cosas de la vida moderna, acelerada y desmemoriada, se nos fue olvidando aquello que les explicaba el difunto Paco a los turistas: que el mar no ese que está ahí, acariciando las playas, sino un hijo de la grandísima puta que jamás se cansa de demostrarlo.

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