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Mandelitas en Mallorca

Sin asdasdasdLos estudiantes confinados en el hotel covid de Mallorca han continuado hoy con sus protestas a eso de las dos de la tarde, cuando han comenzado a desperezarse », dice la reportera de TVE desplazada a las inmediaciones para seguir de cerca el último drama provocado por la pandemia. En los balcones, salpicados como cerezas en un manto de cemento blanco, podemos divisar a estos mártires modernos lavándose los dientes, agitando toallas, improvisando canciones reivindicativas, saludando a la cámara, besándose… Nadie dijo que luchar por la libertad fuera fácil.

Como ustedes ya sabrán, la polémica comienza con una serie de fiestas organizadas en la isla por promotores y turoperadores que conocen la naturaleza del ser humano a la perfección. A esa edad, con las hormonas abriéndose paso a empujones y un cerebro sin apenas desgaste, de los que discurre una disculpa perfecta para casi todo, lo normal es perder las bragas y hasta el calzoncillo por montarse en un avión con los compañeros de clase, irse lejos de la familia, vestirse como una estrella del trap y perder la noción de lo que es la noche y lo que es el día. Ahora nos indignamos porque nuestros cuerpos ya no están para esos trotes y el virus ha terminado por amueblarnos la cabeciña pero, sean honestos ¿qué harían ustedes con esa edad y el consentimiento paterno? Yo lo tengo clarísimo: desmontar Mallorca como si mis abuelos se apellidaran Smith & Wesson y en el parvulario me hubieran enseñado el ‘God save the queen’ en lugar del ‘Soy una taza’.

Que los adolescentes hagan cosas de adolescentes no debería ser la base del problema. Ni que se crean Nelson Mandela, o los presos de Carandiru, que es lo suyo en una situación como esta: quien a los dieciséis, diecisiete o dieciocho años no se siente el centro del universo es que no tiene corazón. Son los padres, dimitidos de sus funciones, quienes, en este caso concreto, han demostrado no tener cabeza ni cualquier otro tipo de sucedáneo. Hacia ellos deberíamos dirigir nuestras miradas aunque, me hago cargo, no resulte tan divertido como ver a los chavales en los balcones reclamando libertad, amnistía y referéndum de alguna causa que rime con reguetón. Cuarenta y tres años tengo. Y cada vez que estoy haciendo la maleta, rumbo a Madrid, ahí aparece mi madre en la puerta para avisarme que, después de la risa, vienen los lloros: así debe ser.

Los de estos chavales —algunos, que tampoco es cosa de generalizar más de la cuenta— han optado, en cambio, por ponerse en contacto con cierto bufete de abogados y demandar a quien se ponga por delante en su firme intención de recuperar a sus cachorros para seguir malcriándolos a conciencia. Son los padres del año, sin duda alguna. Y si me ponen dos cervezas delante les diría que los del siglo, en dura pugna con Robert Kardashian y Kris Jenner. A la hora en que escribo estas líneas, un grupo de ellos acaba de solicitar un ‘habeas corpus’ para evitar a sus nenes esa medida que muchos de nosotros hemos acatado, en algún momento y a lo largo de este último año, como la consecuencia lógica de una situación sanitaria que merece todas las cautelas posibles. Pero ellos son diferentes, claro que sí. «Mi niña, yo te lo canto: tú eres especial».

"A estas alturas, ya deberían estar vacunados", afirman quienes siguen empeñados en culpar de todo al Gobierno. Bien, es una forma de verlo y no seré yo el que pretenda arruinar una buena turra a gente tan respetable. Pero el caso es que no lo están, que la contención del virus se basa en el cumplimiento estricto de unos protocolos, y que fueron esos padres quienes consintieron que sus hijos marchasen de viaje para perrear sin distancia de seguridad, compartir litros de cerveza y comerse los morros como si no hubiera un mañana. Más de mil contagios confirmados y diseminados por cinco comunidades autónomas diferentes dan una muestra aproximada del grado de compromiso que mostraron estos muchachos con el concepto moderno de bacanal. Ahora les toca apechugar y quedarse unos días más en el hotelito de cuatro estrellas, a gastos pagados, y sin mayores obligaciones que levantarse para comer y fingir que España les roba. Supongo que, mientras no se les dé por saltar a la piscina, se podría hablar de una situación más o menos controlada.

No sé si se puede añadir algo más, supongo que sí. Casi todos los artículos que escribo me dejan una cierta sensación de complacencia, de saber que podría haber hecho o dicho mucho más, como si el destino de la humanidad dependiese de mis textos, futuros temas de estudio en las universidades más prestigiosas de la Ivy League. Y así lo pienso, en realidad. Uno podrá ser un vago de manual pero también un ególatra notorio, como los mandelitas de Mallorca. Y esa es la principal causa de mi enfado: nunca me toca pasar este tipo de penalidades a mí, que nací para la revolución en pijama y la alta política de balcón. Incluso tendría pensado el nombre del personaje histórico al que me gustaría ultrajar con proclamas aflautadas y gestos antifascistas: la señorita Rosa Parks. "Y que lo cante todo el mundo", alzaría la voz delante de las cámaras al verlas aparecer. "Esa tipa es una descará. Ella tiene maldad, ella tiene una diabla guardá. Loco por darle una nalgada que la deje marcá". A por ellos, oé.

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