SE CURRA mi abuela un calendario mental en el que va marcando con rojo los días de lluvia, los que no voy a verla y aquellos en los que no le consentimos que se alimente como una niña pequeña, casi en exclusiva a base de pan, manzanas asadas y flanes de vainilla. Es caprichosa para algunas cuestiones, mi abuela. Para otras, sin embargo, resulta fiable como una gaviota a la caza de almuerzo: siempre está ahí. La meteorología es una de ellas, también la estadística. Y por esta razón no he sentido necesidad alguna de acudir a los medios de comunicación tradicionales para refrendar con datos —más o menos oficiales— esa impresión que estos días está en boca de todos, ya saben: "No ha parado de llover desde el 15 de octubre y, se mire por donde se mire, esa es mucha agua de Dios, nuestro Señor".
Hace años escribió mi amigo Juan Tallón un precioso artículo en el que afirmaba, muy solemne, que en Galicia ya no llueve. O no tanto como solía pensar esa gente que malvive al otro lado del Telón de Gredos. Era una impresión que le rondaba por la cabeza desde hacía un tiempo. "Por eso las cosas importantes las celebramos al aire libre: el churrasco, el carnaval, las procesiones, la feria, los pregones, los fuegos del Apóstol, la Santa Compaña, el pastoreo, la tertulia, el consumo de drogas", decía. A todo esto le sumaría yo las plantaciones de kiwis, que han florecido en las últimas décadas como si viviéramos en el Trópico, y las ventas en zapatillas de saco, desbocadas gracias a la implantación de Amazon y a una cierta connivencia climática, pues ya me contarán a cuenta de qué iríamos por ahí con los pies envueltos en esparto si en la actual Galicia lloviese como llovía en el Antiguo Reino.
Existe otro dato al que Tallón se agarra con fuerza y es la debacle industrial de las fábricas de paraguas: hasta siete llegaron a compartir mercado en Galicia durante los años de Noé, Amancio Amaro Varela y Francisco Franco. El paraguas era nuestro Cadillac y Paraguas Carballo nuestra General Motors. Todo el mundo quería uno, no importaba la condición social. Porque si algo bueno tienen tanto la muerte como la lluvia es que empapan por igual al rico y al pobre, al flaco y al gordo, al feo y al guapo. Tenerlo era otra cosa. Un buen paraguas costaba dinero y entre todos se fue conviniendo una especie de régimen de uso compartido por el cual, sin montar mayor escándalo, los paisanos de un mismo ámbito geográfico se los iban robando los unos a los otros.
Solo así unos diez paraguas podían llegar a parecer casi cien. E incluso hay leyendas que, afirman, yo no lo sé, en algunos pueblos de Galicia con al menos mil habitantes bastan con dos paraguas de los grandes para dar servicio a todos los comercios, incluidos los bares, la carnicería y la iglesia, que es donde tradicionalmente se robaban más paraguas. "Fíjese que en todos mis años como director de sucursal habremos regalado no más de una docena y media de paraguas", confesaba un viejo banquero de esos que ya no quedan a las preguntas de un periodista. "Y aún es hoy el día en que bajo al bar, a echar la partida, o la Primitiva, y me encuentro a algún paisano con uno de aquellos paraguas azules que tan buena publicidad nos dieron, tipos que en su mayoría jamás entraron al banco a pedir un real, cuanto más un regalo". Tal ha sido el trasiego de unas manos a otras que el paraguas se ha convertido en el arma favorita de asesinos y asaltantes de caminos por la cantidad de huellas dactilares que acumulan en sus empuñaduras.

Decir que en Galicia no llueve, tras un mes de precipitaciones constantes y sonantes, podría ser también constitutivo de delito. Pero hay que reconocer el cambio radical que hemos dado los gallegos a nuestros otoños, ya no digamos a los inviernos, por lo que este mes de octubre bien podría ser tomado como la excepción que confirma la regla: Galicia es la nueva Andalucía y pronto empezará esto a llenarse de italianos con sus zapatos brillantes y sus pelos aceitosos a ponerlo todo perdido de expresiones esdrújulas y tapones de Campari. Tampoco es que exista una gran diferencia entre esos italianos armados de camisones con clichés y los madrileños que desde hace décadas acampan entre San Vicente do Mar y Sanxenxo. O de esos señoritos de la Galicia interior que se han comprado un barco para que los naturales de O Grove y Combarro no los confundan con vulgares madrileños durante sus dos o tres meses de vacaciones. ¿Cómo va a llover en Galicia si desde hace ya varios años no llegan a nada los amarres para embarcaciones de recreo? A estas alturas ya no hay dato de MeteoGalicia que mate a relato.
La semana pasada, paseando por Madrid, me crucé a un compañero de la radio que se iba tapando la cabeza con una bolsa del Primark, es decir: con una bolsa de papel. "¿Pero adónde vas con eso en la cabeza, animal?", le pregunté con mi mejor sonrisa.
"¡Qué quieres, macho!", respondió él. "Era lo único que tenía a mano. Si hubiese sido gallego, como tú, me habría ido a comprar los pijamas al Corte Ingles, que las dan de plástico". A punto estuve de explicarle que los gallegos solo vamos al famoso comercio de las élites si la lluvia nos sorprende de turismo por Vigo, o por Coruña, pero luego pensé que, a los madrileños y a los italianos, cuanta menos información les regalemos mejor que mejor. Que se suscriban a nuestros periódicos, si quieren. O que hagan como mi abuela, todo el día rosmado por la falta de dulces y mirando hacia arriba.