Blog | Ciudad de Dios

Ni caro ni barato: bonito

MADRID  ES UN LUGAR INHÓSPITO donde un buen puñado de gallegos se empeñan en malvivir por cuestiones de dinero. Los sueldos son jugosos, nadie discute eso. Y dispone de una amplia oferta de ocio, incluida la cultural y la gastronómica. "No es poca cosa, amigo Cabeleira", dirán los menos exigentes, seguramente por desconocimiento del medio o por llevarme la contraria, que tanto vale en esta vida un buen argumento como uno malo. Y contesto yo que poca cosa no será, pero prueben a pasar el mes de julio en ese infierno de cemento, ruidoso y recalentado hasta horas intempestivas, y a ver qué me cuentan a su regreso.

Blog de Rafa Cabeleira
Blog de Rafa Cabeleira

La semana pasada, con cuarenta grados a la sombra y las calles infestadas de turistas con bolsas del Primark, me llamó mi buen amigo Ignacio para proponernos una manera más o menos decente de pasar el viernes: alquilaríamos una habitación en un céntrico hotel con la única intención de utilizar la piscina, una especie de charca azulejada en lo alto de la azotea. "¡Magnífico, Ignacio!", contesté yo. "¡Gran idea, Ignacio!», respondió otro. "¡Contad conmigo, Ignacio!»", se animó el cuarto. Al final, como no podía ser de otra manera, nos vimos obligados a reservar dos estancias al módico precio de noventa napos cada una, casi una ganga si se compara con el precio de una cerveza en Ponzano. 

Insisto en mi comentario inicial al bueno de Ignacio: qué gran idea esa de irnos a la piscina de un hotel para ver caer los pájaros sobre las cabezas huecas de los turistas. Así suelen comenzar los grandes desastres, con alguien proponiendo un plan estúpido y dos o tres palmeros riéndole la gracia: que se lo pregunten, si no, a los herederos del general Custer. "¿Pero te llevaste algún bañador a Madrid?", comenzó mi madre con los problemas y sus buenos argumentos. Estaba en lo cierto, una vez más. Y eso que tengo cuatro o cinco a estrenar a pesar de que, como ya he comentado en alguna otra ocasión, cuando estoy en Galicia me niego a pisar la playa. "Mañana mismo bajo al H&M y me compro uno barato, total…", respondí yo. Y en ese "total", lo crean o no, se dan citan casi todos los dramas de mi vida.

Al día siguiente salí de la tienda con el bañador —precioso—, una camiseta, unas chanclas, un gorro de pescador y unos anillos de fantasía: no se puede dejar ningún detalle al azar cuando de ir a una piscina de hotel se trata. "Ahora, si te parece, lo dejas quedar todo atrás, como siempre», farfulló mi madre sin dejarme especificar que el bañador era de color verde pistacho, su favorito. "Tranquila, que ya no tengo quince años", dije. Y en ese "tranquila", como no podía ser de otra manera, se concentran los dramas particulares que quedaron fuera de la categoría anterior. "¿A qué hora quedamos?", preguntó Ignacio. Y lo siguiente que recuerdo es su abrazo sentido a las puertas del hotel, los dos vestidos como para rodar una secuela de ‘Los bingueros’ y un guardia de movilidad gritándonos que, por favor, dejásemos las muestras de efusividad para cuando hubiésemos alcanzado la acera.

El hotel era de naturaleza dudosa, ya saben: más un picadero que otra cosa. Mucha moqueta, mucho espejo, muchos recepcionistas y poca higiene, al menos a primera vista. Nos registramos, subimos a las habitaciones y amagamos con echarnos una siesta, pero Ignacio estaba decidido a aprovechar la piscina y los demás solemos ceñirnos a lo que diga Ignacio. "Me llamó tu madre para que te obligue a echarte crema y que no te quemas", me dijo al poco de acomodarnos en las tumbonas mostrando un bote de ungüento factor de protección 750. Tarde: en apenas cinco minutos ya parecía un inglés en Fuerteventura, rojo como un carabinero y a punto de morir. "Nada que no se solucione con un chapuzón y una cerveza", nos animó uno de los otros, ya no recuerdo quién. Ahí comenzó un día de lo más divertido en el que terminamos haciendo la típica imitación de los lucenses en la playa, con su particular forma de nadar y su "¡meteos todos, que el agua está riquísima!". Cómo reímos, madre mía… Suerte que no había nadie de Lugo a mil millas a la redonda.

El caso es que, a las ocho de la tarde, el recepcionista con pinta de proxeneta nos comunicó que la piscina estaba a punto de cerrar, que más nos valía darnos una ducha en las habitaciones y pasar por caja. Le hicimos caso porque quisimos, no porque gritase con acento de Alcalá de Henares. Nos quitamos los gérmenes acumulados en ocho horas de remojo, nos pusimos ropa de fiesta, nos abrazamos muchísimo —pese a mis quemaduras en hombros, piernas, cara y espalda— y bajamos a la recepción para hacer frente a una cuenta que veíamos subir a ritmo vertiginoso con cada viaje a la barra del bar. "Son 180 euros por las dos habitaciones", dijo el pollo.

"¿Nada más?", preguntó Ignacio, visiblemente borracho. "Ni nada menos", zanjó el pollo. "Uy, uy, uy, muy barato os salió eso", protestó mi madre al día siguiente, colgada del teléfono desde primera hora de la mañana. Comencé a pensar, entonces, que esa buena gente no nos había cobrado ni una sola de las doscientas consumiciones en terraza, lo que me puso muy contento hasta que mi madre contraatacó sobre mi línea más baja de flotación. "Y qué, ¿te quemaste?", preguntó. No me dejó ni tiempo a contestar antes de asestarme el golpe definitivo: "Porque no dejarías nada atrás, claro…". En realidad, y si lo pienso, creo que el día en la piscina no me salió tan barato como pensaba, pero me está saliendo piel nueva, y eso es más de lo que Madrid suele regalarte así de buenas a primeras: bonito es.