Blog | Ciudad de Dios

Personas admirables

A veces me pregunto si habrá alguien por ahí que me admire como yo admiro a mi vecino José, al tío Antonio, a mi profesora del instituto o a Larry David
blog de rafa cabeleira
photo_camera blog de rafa cabeleira

Admiro a las personas que se encogen de hombros varias veces al día, como si cuanto sucede en el mundo no fuera con ellos. Seguramente están en el lado correcto de la historia, en el equipo sin respuestas, descreídos y silenciosos como un gato de aldea. José, mi vecino, es uno de estos tipos admirables. Le haces un comentario sobre la invasión de Putin en Ucrania y se encoge de hombros. Lo azuzas con las cifras del paro, o con la subida del salario mínimo interprofesional, y se encoge de hombros. Le preguntas que pasó con aquella rubita de Mourente, la que trajo a casa de sus padres por Navidad, y se encoge de hombros. "Yo no me meto en la vida de los demás y espero que los demás no se meten en la mía: es un trato justo", me dice después de mucho callar. Y tanto que es un trato justo, José.

blog de rafa cabeleira
mx

Mi tío Antonio, dios lo tenga en la gloria, opinaba que en el mundo sobra gente. Siempre echó en falta que los gallegos no tengamos el acceso a las armas que tienen los americanos, por ejemplo. No me cabe la menor duda de que habría hecho una buena limpia, un trabajo fi no, comenzando por todos aquellos vecinos que le caían mal y alguno que le caía rematadamente bien: ningún tipo de justicia es infalible, así que no veo por qué habría de serlo la del tío Antonio. "¡Ay, si tuviera una escopeta!" era su frase preferida, su mantra, un condicional que ponía en solfa nuestro actual estado de derecho porque apuntaba a cotas mayores. A veces le venían malas cartas jugando a la manilla. O se le colaba un mosquito en la taza de vino. O se le aparecía alguien de la comisión de fi estas en la puerta de casa, con la libretita en la mano y el bolígrafo en la oreja… Entonces estallaba el tío Antonio como una bomba de palenque y bramaba aquello de "¡Ay, si tuviera una escopeta!". Nunca se encogió de hombros, pero también era un tipo admirable a su manera.

En el instituto tuve una profesora que se pasaba por el forro de las faldas cualquier norma de obligado cumplimiento. Era delgadísima, elegantísima, y cuando se cerraba la puerta del aula agarraba el paquete de tabaco, se encendía un pitillo y se sentaba sobre la punta de la mesa como un faisán en miniatura. "A mí, plin", decía cuando algún idiota le recordaba que estaba prohibido fumar en clase. También soltaba sentencias tan maravillosas como "me caes bien porque eres un gitano", ocurrencias de ese tipo que la humanizaban, más si cabe, que el vicio de fumar. Hoy en día estaría en la cárcel, supongo, con lo que centenares de alumnos se habrían perdido una docente fantástica, de las que conseguía que su asignatura te entrase por los ojos sin apenas pretenderlo. Enseñaba Historia del arte y yo saqué tan buena nota en Selectividad que mi madre casi denuncia al Ministerio de Educación porque, sospechaba, se habían equivocado de alumno. Las dos, ella y mi madre, son personas dignas de admirar, también.

Más gente admirable: Larry David. No lo conozco personalmente -oh, sorpresa- pero tampoco veo por qué eso tiene que ser un impedimento para tener opinión. Fue uno de los creadores de Seinfeld y después dio el salto a la pequeña pantalla con una serie en la que se interpreta a si mismo. Uno de mis capítulos favoritos es el de la muerte de su madre. La señora está tan obsesionada con el bienestar de su hijo que da orden para que no lo molesten cuando estire la pata, así que Larry se ve impedido de asistir al entierro porque nadie lo avisa de que su madre ha muerto: no me digan que la señora David no es, también, una persona admirable. En la fi cción, el comediante se nos presenta como un tipo molesto, maniático, egoísta, un tanto despótico. Y en todos esos defectos reside su encanto. En otro capítulo glorioso, él y su esposa salen a cenar con una pareja de amigos. El hombre paga la cuenta y Larry se lo agradece pero no a su mujer, que se siente ofendida por tal motivo. "Él gana el dinero, él paga la cena. No veo por qué tendría que agradecértelo a ti", sostiene. El planteamiento se me antoja impecable, aunque los tratados de buenas maneras y hasta el feminismo puedan opina lo contrario. Admiro a ese tipo o, al menos, a su versión exportada a nuestras plataformas de pago. 

A veces me pregunto si habrá alguien por ahí que me admire como yo admiro a mi vecino José, al tío Antonio, a mi profesora del instituto o a Larry David. Es una sensación agradable pensar que sí, que alguien habrá con la autoestima tan baja como para caer en semejante pozo de idolatría regalada. Supongo que me gustaría conocerle, tomarme algo con él, o con ella, y atender a sus razones para considerarme un tipo admirable. Lo haría mientras fumo, pensando en el bienestar de mi madre. La única duda es si terminaría el encuentro encogiéndome de hombros o mirando al cielo y gritando a pleno pulmón aquello de "¡Ay, si tuviera una escopeta!". Al fi nal somos lo que somos, aunque lo evidente no suela llevar la etiqueta de admirable.

Comentarios